Como dice el arquitecto Eduardo Cadaval (Arquine 09/05/2014), con
obras en España y México, los más importantes proyectos no los realizan los
mejores arquitectos. Los hacen los que a diferencia de ellos saben que la
arquitectura actual es un negocio complejo y por lo tanto invierten su tiempo en
conseguir el encargo.
Que entienden que
es parte del mismo frecuentar políticos que por lo general no son admirables ni
honrados, y no les importa prestarse a
sus aspiraciones. Todos sueñan con ser presidentes y creen que construir
proyectos faraónicos es el mejor camino. No les importa que no tengan sentido,
ni el presupuesto y tiempo requeridos para hacerlos bien.
Arquitectos sin
ética que tampoco les importa regresar parte
de sus horarios (que en este caso si liquidan de acuerdo a las tarifas) para pagar
las costosas campañas de sus promotores. Ni que el dinero de los contribuyentes
pudo haberse utilizado mejor. Como dice Cadaval se prestan al juego con la
disculpa de que “si no en este país no haces nada”.
Son estrellas de
moda que le quitan el trabajo a los buenos arquitectos usando sus relaciones
familiares o sociales (e incluso otras non santas), para que les asignen
proyectos públicos o privados que deberían ser objeto de concursos (los que en
el caso de los primeros son de Ley en Colombia, la que se evade disfrazándolos
de asesorías).
Como continua
Cadaval, las obras públicas son un negocio muy rentable y el arquitecto una
pieza más para su concreción. El empresario que pagó la campaña electoral del
alcalde recién elegido necesita un proyecto costoso que le permita recuperar lo
invertido cuando después se le asigne una obra en una licitación a su medida
para que gane más.
Señala también que
en muchas dependencias, y aún sin corrupción, los que escogen quién hace los
proyectos no tiene los conocimientos técnicos necesarios para evaluar
rigurosamente el trabajo de los posibles prestadores de servicios y por lo
tanto es fácil engañarlos y disfrazándose de arquitecto “verde” o innovador.
Que no importa que
los “muros verdes” que diseñan nunca compensen la huella ecológica que
significó construirlos, o que necesiten riego diario con agua potable por
estar en un lugar escaso de lluvia. Que es
suficiente cambiar la imagen de la obra haciéndola parecer sostenible, y que eso
basta para volverla “conveniente”.
Finalmente, como
dice Cadaval, los arquitectos de moda invierten tanto tiempo en conseguir proyectos
que no pueden hacerlos y se contentan con que su oficina se dedique a seguir la
última tendencia, y no porque crean en sus valores sino simplemente porque les
atrae su estética y saben que resultará gustadora porque está de moda.
Y lo que quedan son
ridículas versiones de algún episodio de la obra de cualquier estrella
internacional, y que por su mala factoría, lo inadecuado de los materiales y
las dificultades constructivas que implican, terminarán por tener futuras
complicaciones a resolver, una vez más, con dinero público.
Las universidades,
por su parte, como agrega Cadaval, están ocupadas en otros temas y no les gusta
dejarlos para ayudar a construir un ámbito laboral adecuado para sus egresados.
Sus profesores por diversos motivos evitan hablar de estos asuntos y prefieren
utilizar sus horas de cátedra (mal pagadas) en “enseñar” un oficio que poco
practican.
Como termina
Cadaval, casi nadie se ha preocupado por un sistema transparente y democrático
para decidir quién y cómo se hacen los proyectos públicos. Aquí, por ejemplo,
las filiales de la Sociedad Colombiana de Arquitectos poco han contribuido a conseguir
que en sus respectivas ciudades se hagan las cosas de manera más democrática y
apropiada.
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