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Sentir la arquitectura.11.09.2021

      Como tantas pinturas y esculturas, desde la antigüedad algunos icónicos edificios devuelven la mirada cuando uno los mira; es el caso de El Generalife en Granada o de varias casas de hacienda en las laderas del valle alto del río Cauca en Colombia, en la “loma” como la Casa de la sierra de la hacienda El Paraíso, o La Aurora o Garciarriba, y otras tantas en el “plan” que miran desde el piso alto como en la Concepción de Amaime o Piedechinche. Pero muchos edificios no miran y toca leer su rostro: su fachada la que con frecuencia es apenas una vulgar “facha” muda que sin embargo tiene mucho que decirnos pero que hay que interpretar y con frecuencia traducir a otros que no saben ver.

     Como tantos buenos libros, algunos edificios hablan con nosotros; es el caso de El Patio de los Leones de La Alhambra cuyo diálogo es para los hispanoamericanos entrañable; o el de los patios de las casas de hacienda mencionadas, y muchas otras en dicho valle, en los que además se oye el cantarín sonido de las acequias que con frecuencia los cruzan recordándoles a los que mal llaman latinoamericanos de dónde es que  ellos vienen. En muchos edificios, si se sabe escuchar, se puede comprender lo mucho que todos tienen que decir y entonces se establecen relaciones diferentes que sacan la cara por lo que de ellos apenas se ve, añorando entonces su muy pronto reencuentro.

      Como tantas personas que se abrazan cada vez al encontrarse, algunos edificios lo abrazan a uno cuando se los mira y escucha avanzando lentamente hacia ellos; es el caso de el Palacio de Comares al fondo del largo patio de los arrayanes; o el de esas casas de hacienda en el “plan” a las que se llega después de pasar por una pequeña portada, como la de Cañasgordas, o al final de un paseo de palmeras como La Industria. Llegar lentamente y luego entrar en todos los edificios es sentirlos ya con todos los sentidos, esas prolongaciones especializadas de la piel que nos separan y a la vez nos unen con lo que nos rodea: la naturaleza, en ella las ciudades, en estas todos los edificios y en ellos uno.

     Como tantas cosas que se miran se oyen y se tocan, casi todos los edificios se huelen y en algunos son verdaderos aromas los que se olfatean o se imaginan; es el caso de todos en la Alhambra, cada uno con el suyo, a azahares, rosa, jazmín, sándalo, almizcle o a esas huríes que ya son otras; o el inocultable olor de las casas de hacienda en las casas mismas en sus viejas cocinas de leña o en sus patios y vergeles, sus silleros con sus gualdrapas y zamarros olorosos a sudor, sus pesebreras olorosas a caballos, y sus corrales y potreros vecinos olorosos a ganado. Olores y aromas todos ellos flotando separados en medio de los de la naturaleza y en esta no apenas los de sus árboles, plantas y animales.

      Y como casi todo lo que se huele se come, algunos edificios invitan a comer algo después de haberlos saboreado; una tortilla del Sacromonte acompañada en el verano por una deliciosa sangría de vino tinto Carmener en El Albaicín, al salir tarde de La Alhambra, para desde allí ver su silueta contra la Sierra Morena; o un caliente sancocho de gallina correteada acompañado con una fría cerveza o sólo agua fresca, como antes, después de visitar alguna de las casas de hacienda mencionadas (o de casi todas de las casi cien que aun están en pie en el valle alto del rio Cauca entre Santander de Quilichao y La Virginia) para regresar luego y ver a lo lejos el atardecer desde su amplio corredor del frente. 

     NOTA: Me hubiera gustado saber que hubiera opinado de esta columna Antonio Caballero, hermano de mi compañero de estudios y amigo, el pintor Luis Caballero.

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