Aparecen en puertos, vados, cruces de caminos, o cerca de una
feria, fortificación o lugar sagrado. Concentran el poder de una sociedad, son
escenario y símbolo de su cultura y, con la lengua, la mayor creación del hombre
(Mumford: La cultura de las ciudades,
1938). Son un arte colectivo (Schneider: De
Babilonia a Brasilia, 1960), con su propia especificidad, teoría y práctica
(Rykwert: La idea de ciudad, 1963;
Sitte: Construcción de ciudades según
principios artísticos, 1889; y Moholy –Nagy: Urbanismo y sociedad, 1968).
Surgieron
por el comercio, la industria, la guerra, la religión
y el intercambio de conocimientos (Pirenne: Las ciudades de la Edad Media,
1939). Satisfacen
las necesidades vitales de un número de ciudadanos pero su finalidad es que
vivan bien, observó Aristóteles. Permiten el arte, la literatura, la filosofía, la ciencia, el
deporte y el espectáculo, transformando
al campesino en ciudadano.
Sus necesidades y deseos convierten un sitio natural en un lugar
construido (de La Blache: Principios de Geografía Humana, 1922), aislando un espacio en la
naturaleza para vivir civilizadamente (Ortega y Gasset: La rebelión
de las masas, 1930). La democracia surge en las Polis griegas. Los ciudadanos romanos, Cívis, les dan su nombre, Cívïtäs.
Los siervos se liberan en las populosas
Urbs. El Renacimiento, la Revolución
industrial, la Americana y la Francesa, y la Independencia de Iberoamérica surgen
en ellas, y las ciencias y técnicas actuales.
Todo
comenzó cuando se juntaron viviendas que dejaron espacios para circular o se
ingresaba por sus cubiertas, pues las calles aparecieron después; y solo se
trazan, de manera similar a un castrum
romano o una bastida medioeval,
cuando las ciudades se fundan. Como las nuestras, de tradición ibérica y
recientemente norteamericana.
Las
antiguas tenían casas, palacios y templos, calles,
plazas, ágoras, foros y avenidas. Las medievales agregaron conventos,
hospitales y explanadas. Las renacentistas panópticas, parques
y alamedas. Las modernas edificios de apartamentos y rascacielos de oficinas, museos y
bibliotecas, “malls”, zonas
verdes, metros y autopistas.
Las muy escasas posmodernas, como Masdar, en
Abu Dabi, de Norman Foster, retoman a la eficaz ciudad tradicional (Fernández-Galiano, El
País, Madrid 02/03/ 2010).
Pero
las muchísimas de siempre, muy pobladas, extensas e invadidas por los carros,
no han parado de crecer, y de nuevo se privilegian sus centros históricos. En
ellas viven más de la mitad de los 7.000 millones de habitantes de La Tierra.
En Colombia casi tres cuartas partes de sus casi 50 millones, cuando hace un
siglo era lo contrario, y en el valle del Río Cauca ya casi todos viven en
ciudades y en Cali casi tres de los cuatro millones del Departamento.
Ya
no es posible la autosuficiencia de cada familia en el campo, por lo que no es viable
la vida humana sin las ciudades; allí pasa casi todo y depende todo lo demás: es
imperativo que sean sostenibles, principiando por su reutilización. En sus calles la imagen de los edificios orienta a la gente y la identifican con su ciudad. Son su más importante patrimonio y albergan casi todos los demás bienes
de interés cultural, y por eso los nuevos deben respetar su contexto.
Pero
para prosperar las ciudades tienen que
atraer a personas inteligentes y permitir que colaboren unas con otras (Glaeser:
El triunfo de las ciudades, 2011). Es
lo que han permitido desde siempre: que los ciudadanos se relacionen
físicamente con otros (y no apenas por Internet), en calles, plazas y parques,
para lo que tienen que ser compactas y no desperdigadas como Cali.
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