La sostenibilidad,
funcionalidad, seguridad, confort y, especialmente, el aspecto de nuestras
ciudades, en sus diferentes contextos urbanos arquitectónicos, como barrios y
sectores, tiene que ver de una manera u otra con los arquitectos. En ellas
vivimos cerca del 80% de los colombianos, y por eso la formación profesional de
estos debería ser un asunto de interés público, sobre todo ahora en que
probablemente no sea la más adecuada a los problemas actuales: insuficiencia
próxima de agua potable, contaminación creciente, movilización cada vez más
lenta y falta de belleza. No es sino preguntarle a un estudiante qué entiende
por arquitectura y por qué la estudia, y de otro lado los profesores no estamos
de acuerdo en que es lo qué enseñamos ni cómo, y la gente en general ve la
arquitectura como algo accesorio.
Hoy en día la arquitectura
profesional sencillamente debería ser la técnica y el arte de proyectar
edificios que sean construibles, habitables, seguros, funcionales, confortables
y bellos, y sobretodo que complementen el contexto urbano en el que casi todos
están ahora. Técnica que involucra principios de antropología, ergonomía,
proxémica y homeostasis disciplinas y saberes que ahora nunca se mencionan en las escuelas de
arquitectura, pese a que, precisamente, es lo que se puede enseñar, como se
enseña urbanismo o construcción ahora. Y la parte artística, que hay que
orientar y estimular, igualmente comporta una técnica de “composición” como en
la música, la pintura o la poesía que por supuesto también se puede enseñar, y
que es lo que diferencia la arquitectura de la simple construcción.
Hace medio siglo, cuando
apenas el 20% vivíamos en ciudades, las facultades de arquitectura eran apenas
un puñado: tres en Bogotá, una en Cali y otra en Medellín, y eran pequeñas.
Cada profesor tenía un taller, todos eran arquitectos que diseñaban y muchos
eran verdaderos maestros, incluso reconocidos internacionalmente. Ahora cada
taller es del tamaño de una de esas escuelas, con varios profesores que no
conforman una cátedra, y pocos practican la profesión. Y aunque cada vez más
tienen más estudios de posgrado, lo que permitiría la posibilidad de una crítica
y una teoría que antes no existía, y que es imprescindible, paradójicamente no
existe un verdadero debate académico. Pero por supuesto para hablar de los
proyectos no para enseñar a hacerlos, para lo que se precisa es practicar el
oficio.
La solución pasa por la
apertura de otros programas afines al diseño arquitectónico, como el diseño de
interiores, el urbanismo, la restauración y la construcción de edificios,
trabajo este al que finalmente se dedican muchos egresados y que hacen mejor
que los ingenieros. Pero también es necesaria la creación de verdaderas
cátedras alrededor de los profesores con más experiencia en el oficio.
Igualmente sería muy conveniente no confundir la evaluación de los ejercicios
para aprender a diseñar con la de los proyectos, ni con la calificación del
curso, la que debería de hacerse al final y con un jurado. Pero lo más
importante es que los profesores de taller enseñen como se diseña, a partir de
su propia experiencia, y no que pongan a sus estudiantes a “rayar”, ni que se
limiten a llevarlos de la mano como hacen ahora.
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