Ver es percibir con los ojos algo
mediante la acción de la luz sobre las superficies, mientras que mirar es
dirigir la vista a un objeto. Es decir que para mirar bien hay que saber ver.
Sin embargo, como dice incisivamente Carlos Duque “¿Para qué ventanas si no hay
paisaje?” (Instantáneas, El País, 12/08/2018). Pero ¿para qué ventanas y
paisajes si no se sabe mirarlos?, pues verlos bien es un asunto de cultura: ese
conjunto de conocimientos que permite desarrollar un juicio crítico de acuerdo
con un cierto modo de vida y costumbres, tanto como los conocimientos y grado
de desarrollo artístico y científico que permiten a (casi) cualquier individuo
saber qué hay que mirar y cómo verlo.
Se trata, pues, de ver qué mirar para
saber qué hay que ver al mirar, ya que muchos ni oyen ni sienten pues no saben
que nada saben a diferencia de Sócrates, que así lo dijo pues si sabía. Son
esos que no oyen los edificios pues creen que están muertos, cuando la realidad
es que (los buenos) están llenos de vida pues al verlos, oírlos, olerlos y
sentirlos, en compañía de buenas comidas, bebidas, tabacos y diálogos
inteligentes con uno mismo, o charla divertidas entre amigos de verdad, alegran
la vida en ellos y proporcionan verdadera paz. No ven la importancia de la
buena arquitectura para la buena vida; ven pero no saben mirar…ni vivir, como
sí lo saben muy bien las gentes del campo.
Mas no basta con mirar los edificios pues
también hay que oír los sonidos y músicas de sus ambientes, oler los aromas de sus
jardines y vergeles, y tocar sus múltiples texturas, sabiendo que los ojos,
oídos, nariz y paladar son extensiones del tacto, el
más importante de los cinco sentidos ya que afecta a todo el organismo, así
como a la cultura en la que éste vive y a los individuos con los que cada uno
se pone en contacto. En el caso de los edificios y espacios urbanos son las manos y los
pies los que tienen contacto directo con ellos al tocarlos permanentemente,
mientras que la temperatura y humedad del ambiente se percibe siempre con toda
la piel, aun por detrás de los vestidos.
Por eso hay que proyectar los
edificios pensando en que formarán parte de un contexto ya existente; es decir,
que sean contextuales. Aunque desde luego los hay que sí deben “cantar” las arias
de esa ópera que son las ciudades, es decir sus edificios públicos más
significativos como lo son las sedes del gobierno y las culturales; y por lo
contrario no pretender que los centros comerciales, edificios de oficinas,
hoteles y similares, sean sólo unos espectáculos que gritan desentonados para
vender más y más, como parte de su propaganda engañosa. Son esos obesos
edificios igualmente engañosos que no dejan ver bien las ciudades y
distorsionan la mirada culta hacia su contexto urbano.
Contexto, el de las ciudades, que está
conformado por su paisaje urbano, ya sea el general, por barrios o
especialmente el de sus calles. Pero igualmente por el paisaje natural en el
que están, especialmente al lado del mar, lagos o ríos, y aun mucho más cuando
se localizan entre cerros y altas montañas, como es el caso de Cali, en el que
sacan la cara por ella, junto con sus climas, debidos precisamente a ellos pues
es en donde se originan las brisas y los que las canalizan. Así, pues, hay que saber mirar su arquitectura y desde ella la
ciudad y sus paisajes, preferiblemente en un amplio balcón, una buena terraza o
una azotea cuando el clima lo permite, o siempre en la noche.
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