Como lo recuerdan Gilles Lipovetsky y Jean Serroy (La estetización del mundo, 2013, p. 50) según la Organización
Mundial del Turismo este, con sus más de 900 millones de viajeros
internacionales ya era, al menos hace cuatro años, la primera industria del
mundo, representando alrededor del 12% del PIB mundial. Y señalan además cómo
“el capitalismo artístico no ha desarrollado sólo una oferta creciente de
productos estéticos: ha creado un consumidor bulímico de novedades, de
animaciones, de espectáculos, evasiones turísticas, experiencias emocionales,
goces sensitivos: dicho de otro modo, un consumidor estético o, más
exactamente, transestético” uno de los temas de su análisis de esta época que
llaman” del capitalismo artístico.”
Por
eso, justamente, “las ciudades históricas son acicaladas y rehabilitadas con
puestas en escena, efectos de luz, itinerarios patrimoniales, explotación de
zonas dedicadas a los placeres urbanos y turísticos.” (p. 41), dándole razón a Rem Koolhaas
cuando afirma que los centros históricos son lo más renovado, modificado y
falso que hay en las ciudades (La Ciudad
Genérica, 2002). Como es el caso de Cartagena o, guardadas las proporciones, el de
San Antonio en Cali, aunque aquí sin la proliferación de prostitutas,
proxenetas y clientes de que se queja Álvaro Restrepo allá (El Tiempo, 09/04/2017) pero
con torpes demoliciones. El hecho es que, como lo señalan Lipovetsky y Serroy lo que vemos es una “domesticación ilimitada
del mundo” (p. 41).
Afortunadamente
en Cali, además del turismo de la salsa, el sexo y las drogas (que habría que
legalizar para poderlas controlar de verdad evitando la corrupción y violencia
actuales), coge cada vez más fuerza el turismo de los que vienen a avistar
aves, y en un futuro no tan lejano muchos vendrán a disfrutar de su clima y
paisajes, incluyendo la maravillosa costa pacífica de la que hablaba en días
pasado Medardo Arias Satizabal (Ibabura a
sotavento, El País, 12/04/2017) pues algún día se terminará la eterna doble
calzada, habrá de nuevo tren y el narcotráfico, que tanto mal le sigue causando
a este país, será cosa del pasado.
Como
concluyen Lipovetsky y Serroy, “la modernidad ha superado la prueba de la
cantidad y la hipermodernidad debe superar la de la calidad en la relación con
las cosas, con la cultura, con el tiempo que se vive.” (p. 354). Es de esperar
que los cabecillas de las FARC se hayan dado cuenta en La Habana de la
presencia económica cada vez mayor del turismo, que nunca abandonó la isla,
pero igualmente de sus inconvenientes culturales, ahora que pretenden hacer
política, pues de los políticos corruptos que se puede aguardar, quedando todo
en manos de los ciudadanos más cultos e informados y de visión más amplia al
tiempo que profunda.
Sindéresis
que tanto precisan ciudades como Cali, en la que poco se piensa en su futuro,
de manera global, integral y a largo plazo, sino que se la somete a planes
independientes para obras públicas que no se terminan, realizados por supuestos
especialistas, o a políticas generales que no se cumplen. Cuánta falta hace aquí esa capacidad natural para juzgar
rectamente sus diferentes aspectos urbanos,
arquitectónicos, paisajísticos, y de movilidad y servicios, para así poder
lograr un ciudad sostenible en su sentido más amplio: ciudad y ciudadanos, y
por supuesto de cara al eminente cambio climático y no que lo nieguen como la
han hecho algunos dirigentes locales.
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