La belleza de todas aquellas ciudades que son unánimemente reconocidas
como tales estriba en la regularidad de sus calles y avenidas, lo que además
permite que en ellas se destaquen sus plazas y parques, y en especial sus
edificios monumentales. Y la regularidad de esas calles está dada por la de los
edificios que las conforman. En las ciudades que desde mediados del siglo XX
han crecido demasiado rápido sucede justo lo contrario, como es el caso de
varias de las colombianas, en especial el de Cali, y no pocos de sus bonitos
viejos pueblos ya casi irreconocibles.
Ahora la heterogeneidad de los edificios, en alturas, aislamientos,
paramentos y usos, ocasiona la caótica irregularidad de las calles y por ende
su falta de belleza, cuando no su feúra, independientemente de lo estético que
pueda ser cada uno de ellos. Y por eso lo único grato en estas nuevas ciudades
suele ser lo que les queda de antes. O algunos muy buenos conjuntos aislados,
como es el ejemplar caso de las Torres del Parque en Bogotá, en donde su
arquitecto, Rogelio Salmona, tuvo el contundente acierto de ligarlas bellamente
a la existente Plaza de toros de Santamaría y al Parque de la Independencia.
Pero por lo contrario, la heterogeneidad de la arquitectura actual,
paradójicamente producida por el gran “avance” de los sistemas constructivos
que permiten toda clase de caprichos, ahora seduce a los que sólo ven edificios
y no el conjunto que conforman con otros, e incluso lo que desean es que se
diferencien de ellos y estén a la moda. El caos que así se produce en la imagen
de las ciudades parece que no fuera percibido y de ahí que sus consecuencias
sociales simplemente no se consideren, principiando por la sana identificación
de los ciudadanos con su calle, su barrio, su sector y su ciudad.
Aspecto este que lamentablemente aun poco se considera en los programas
de arquitectura del país, en cuyos
talleres de proyectos se incita a los estudiante a lograr diseños “originales”
aislados totalmente de sus contextos urbanos e independientes de las ciudades
en las que supuestamente están, e incluso muchas veces no están en ninguna
parte en especial. Afortunadamente esta situación viene cambiando en algunas
universidades, en cuyos ejercicios de proyectación se parte de climas,
relieves, paisajes, tradiciones tipológicas, y contextos construidos y sus
respectivos diferentes modos de vida.
En últimas se
trata nada menos que del entorno físico, político, histórico y cultural, en el
que se considera un hecho, como define el DLE la palabra “entorno”. Y en este
caso ese “hecho” es la vida misma de los ciudadanos, lo que desde luego
ameritaría más atención, considerando que cada vez es más la gente que vive en
las ciudades, y es indispensable que se identifique con ellas para obtener una
mejor calidad de vida, identificación que comienza con la de su imagen urbana,
y esta por sus monumentos.
Mas no se trata de
que todo siga igual sino de que cambie apenas lo indispensable y siempre para
mejorar lo “viejo” y no para destruirlo con lo “nuevo”. Que es lo que
torpemente en Cali se continua haciendo desde los VII Juegos Panamericanos de
1971, de mano de la codicia, la ignorancia, la insensibilidad y la total falta
de visión y responsabilidad cultural, social, económica y política, de los que
ven como “conservadurismo” la re funcionalización de lo ya construido, pasando
por alto que es clave para la sostenibilidad de una verdadera ciudad.
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