Del latín ars, artis, y este del griego téchnē,
actualmente “arte” es la “manifestación de la actividad humana mediante la cual
se interpreta lo real o se plasma lo imaginado con recursos plásticos,
lingüísticos o sonoros” pero también el “conjunto de preceptos y reglas
necesarios para hacer algo. Del latín technicus,
y este del griego technikós, derivado
de téchnē 'arte', actualmente “técnica” es el “conjunto de procedimientos y
recursos de que se sirve una ciencia o un arte” pero también es la “pericia o
habilidad para usarla.” Y “arquitectura” del latín architectūra, es “el arte de proyectar y construir edificios”,
mientras que “arquitecto”, del latín architectus,
y este del griego architéktōn, “es
la persona legalmente autorizada para profesar la
arquitectura”.
Todo
lo anterior según el Diccionario de la Lengua Española,
DLE. Pero, además, Architéktön, del griego clásico arkhé (mando) y téktön (obra), es decir, el que manda en la obra, designa hoy a ese
profesional, mezcla de artista y técnico, que proyecta edificios y espacios urbanos
para el ser humano atento a su correcta construcción. El problema radica en que
con el gran avance de la construcción este oficio necesariamente involucra a
otros saberes profesionales, y los arquitectos cada vez son menos técnicos y a
los ingenieros les falta algo de arte. El resultado es una arquitectura en la
que el arte y la técnica están disociados y cada una va por su lado.
Esta
arquitectura “egoísta” desde luego afecta estéticamente a la ciudad, la que
necesariamente es un arte colectivo en el que lo importante es un horizonte
edilicio de sectores homogéneos en los que sólo se destacaban, hasta el siglo
XX, los edificios más importantes. Y lo que más riñe con dicha unidad son las
alturas que no respetan el entorno, y peor cuando se les deja hacer enormes
fachadas ciegas, esas “culatas” que caracterizan nuestras ciudad en
crecimiento. Mayores alturas que no obedecen al propósito de densificar la
ciudad sino que son pura codicia, a la que el Estado prefiere no controlar con
el impuesto a la plusvalía, en este capitalismo extremo en el que nos
encontramos que amenaza no solo las ciudades sino el planeta.
La esencia de la arquitectura es
precisamente la confluencia en ella del arte y la técnica, las que, en últimas,
vienen de téchnē. Como se puede leer en Wikipedia, téchnē era para los antiguos griegos la «producción» o «fabricación
material» mediante la cual es posible transformar lo natural en artificial,
incluyendo lo artístico (y por lo tanto a la arquitectura) y diferente a la prâxis, que es la acción propiamente dicha;
y la diferenciaban de la ciencia, que pertenece al ámbito
de la razón, mientras la téchnē incumbe al del entendimiento, en el sentido de conocimiento. En conclusión, se trata sencillamente de
saber hacer algo bien.
Por eso la crisis actual
de la arquitectura, iniciada a finales del siglo XX, es debida no solo a la
separación del arte y la técnica, que lleva a que el arquitecto profesional
tenga que recurrir a otros profesionales como ingenieros y especialistas que le
permiten construir sus formas por mas caprichosas que sean, la llamada
“arquitectura espectáculo”, sino a que estos arquitectos han dejado de lado las
técnicas de la arquitectura misma -en tanto arte pero no sólo arte- como su
funcionalidad y versatilidad, su correcto emplazamiento según el clima y
paisaje, su económica construcción, y sus formas pertinentes a su entorno
inmediato como general.
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