Tal es el título del capítulo X del “Manual
de civismo”, 2014, el libro de Victoria Camps y Salvador Giner que en Cali
todos deberían leer o al menos las ocho cortas
páginas de dicho capítulo... o siquiera esta columna hasta el final. El
asunto es que el civismo trata del modo de vivir en la ciudad, propio del
ciudadano; es esa paz urbana de la que no habla el
acuerdo. Como ellos lo
dejan en claro en la introducción, son tres palabras originadas, precisamente,
en “civis”.
Son los que afean la ciudad privándola de su encanto. Los que la ensucian,
o que dejan que sus perros lo hagan, los que pintarrajean sus muros, los que
hacen ruido con su música o con sus vehículos o con sus pitos o con sus
reparaciones locativas los fines de semana, los que se pasan los semáforos en
rojo, o no respetan los pasos peatonales o se estacionan en los andenes, los
que cruzan las calles por la mitad, los que demuelen construcciones sin
permiso, los que cuelgan grandes avisos en edificios dizque destinados a la
cultura, o instalan vallas o antenas en cualquier parte y sin ninguna
consideración.
El civismo urbano que proponen Camps y Giner es el del mínimo
comportamiento respetuoso de los demás que cualquier ciudadano debe practicar
so pena de convertirse en un antisocial y hasta en un delincuente. Es preciso,
dicen, que “las personas sean de una misma manera si quieren vivir juntas” pues
las ciudades necesitan personas cívicas, dispuestas a compartir unas normas y a
respetarse mutuamente con prudencia, templanza y sabiduría, virtudes de las que
ya habló Aristóteles, quien consideraba que lo que nos hace únicos es la
capacidad de actuar de acuerdo con la razón (Tom Butler-Bowdon, 50 Clásicos de la filosofía, 2013, p. 36).
Pero, como lo recuerdan Camps y Giner, Rousseau ya advirtió que las leyes
deben “reinar en el corazón de las personas” pues mientras la fuerza
legislativa no les llegue a fondo siempre serán incumplidas. Es decir que deben
ser parte de la cultura y sobre todo cumplibles, lo que con inaudita frecuencia
no es posible con muchas normas en Cali; por ejemplo las de tránsito, como se
ha explicado en esta columna. Y además aquí si que abundan los simplemente idiotas,
“del lat. idiōta, y este del gr. ἰδιώτης idiṓtēs”, como llamaban los griegos a una
persona que no está integrada a la
“polis”.
El
problema es, pues, saber convivir con el consumismo, la anomia y la
multiculturalidad, como concluyen Camps y Giner. Especialmente con ese
conjunto de
situaciones que derivan de la carencia de normas sociales o de su degradación,
que es en lo que consiste la anomia, como también ese trastorno del lenguaje
que impide llamar a las cosas por su nombre, que es su segunda acepción, o que
pide que se hable bien de lo que a todas luces va mal, para tapar el Sol con
las manos.
Y, como advierten ya en el
capítulo I, “vivir es convivir” y todo lo que somos ha sido producido por la
ciudad en la que nos criamos: el idioma, la cultura, el comportamiento social,
la economía y desde luego la política, que es el manejo de la “polis”. El que debería ser para paliar
las desigualdades y la arbitrariedad del poder social y económico, y que lo
altruista no ceda ante el egoísmo, que la regla de oro sea “no hagas a los
demás lo que no quieres que te hagan a ti mismo” de la que habla Rousseau: “La
libertad consiste menos en hacer la propia voluntad que en no estar sometido a
la de otro, consiste además en no someter la voluntad de los demás a la propia”
(Tom Butler-Bowdon, 50 Clásicos de la
filosofía, p. 334).
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