En nuestras ciudades el espacio urbano privado, el patio, estaba
nítidamente diferenciado del público, la calle, y apena había plazuelas
enfrente de las iglesias y grandes plazas, las que lamentablemente fueron
convertidas en parques después de la Independencia (en lugar de agregarlos pues
sin dudad son más acordes con nuestros climas templados y sobre todo los
cálidos, invariables a lo largo del año). Pero, como escribe Carlos Fuentes,
“toda nueva creación se nutre de la tradición que la precede” (Luis Barragán / Temas y variaciones,
2002), y en el caso de Rogelio Salmona, él se encontró con el origen de
nuestras ciudades en su viaje por el sur de España y norte de África, y de ahí
que a su regreso a Colombia se preocupara desde su inicio de que la suya fuera
una arquitectura contextual que
respetara la ciudad tradicional preexistente.
Y sin duda logró que sus
edificios se agreguen a ciudades ya construidas, especialmente los que están en
sus pequeños y frágiles cascos
coloniales, como es el caso de la antigua FES, hoy Centro Cultural de Cali, o
el Archivo General de la Nación y el Centro Cultural Gabriel García Márquez,
ambos en Bogotá. Siempre entendió que las construcciones nunca existen solas y que con
frecuencia deben ceder su protagonismo a los edificios y espacios
preexistentes. Que deben ser parte activa de las tradiciones edilicias,
arquitectónicas y urbanas de los lugares en los que están. Que deben respetar
las preexistencias propias de las ciudades. Que su belleza debe estar
determinada por la trama urbana que las rodea en contextos que están
inevitablemente en evolución, y desde luego por el omnipresente paisaje natural
de altas montañas en el que están emplazadas la mayoría de nuestras ciudades.
Por eso es tal vez que
Salmona dijo y repitió que hacer arquitectura hoy en Latinoamérica es un acto
político (siempre lo fue), además de cultural y estético, pues él trató ante
todo de hacer ciudad y no apenas edificios (ni menos monumentos). Esto
convierte su práctica en una ética de la arquitectura, propósito crucial dentro
de nuestra incipiente sociedad urbana y por supuesto de total actualidad y
urgencia en nuestras maltrechas ciudades. En este sentido su obra responde honrada e inteligentemente a ellas: a su
geografía e historia (Entre
la mariposa y el elefante, 2003). Preocupación que, junto con otras características de su arquitectura,
hace que se separe del movimiento moderno general y abra un nuevo camino en la
arquitectura colombiana como lo dice Silvia Arango (La evolución del pensamiento arquitectónico en Colombia 1934-1984,
1992).
Para Rogelio Salmona,
arquitectura y espacio urbano han sido inseparables. En todos sus proyectos,
con la entendible excepción de las casas unifamiliares, es constante el
carácter público o semipúblico de los primeros pisos ya sea que estén
construidos o sean libres. En ellos se vuelve de nuevo realidad que es en las
calles, plazas y parques en donde se vuelven ciudadanos los habitantes de las
ciudades. Y de allí su lucha de años en contra de la privatización cada vez
mayor del espacio público en las nuestras. En todas sus obras insistió en la
importancia de la permanencia de la ciudad e invariablemente logra ennoblecer
con sus edificios las ciudades en donde interviene, poniendo la mejor
arquitectura del país al servicio de sus ciudadanos comunes para que habiten en
ella con dignidad, poesía y placer. De ahí lo pertinente de que su obra se
estudie más, aquí, precisamente.
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