La arquitectura debe estimular al tiempo todos los sentidos para
fortalecer la experiencia del ser humano en el mundo. La pobreza sensorial de
los edificios actuales, y por ende de las ciudades, nos hace sentir como
extraños, a diferencia de los edificios tradicionales, centros históricos y
paisajes naturales. El predominio de lo visual lleva al distanciamiento,
aislamiento y exterioridad, dice el arquitecto finlandés Juhani Pallasmaa (Los ojos de la piel, 2005).
En los espacios colectivos, públicos y privados, cómo se animan
los sentidos influye en el comportamiento y comunicación de la gente (Edward T.
Hall: La dimensión oculta, 1959).
Como en los mercados tradicionales a diferencia de los estériles supermercados
actuales, y de allí que en ellos surjan ahora cafeterías, imitando los
comederos de las plazas de mercado de los pueblos.
Y es en la plaza, y su mercado, en donde se inician muchas
ciudades (Lewis Mumford: La cultura de
las ciudades,1938) y su disfrute y emoción es dado por el conjunto de las sensaciones visuales,
auditivas, táctiles, olfativas y hasta gustativas que se experimentan en ellas.
Así como tienen formas, colores, texturas y luz particulares, también tienen
sonidos y olores característicos, y se asocian con ciertas comidas y bebidas.
Por eso alcaldes y concejales –y muchos arquitectos- deben
entender la importancia del conjunto de las sensaciones visuales,
auditivas, táctiles, olfativas y hasta gustativas que se experimenta en sus
ciudades. Caminando y no encerrados en carros blindados, ni viéndolas en
fotografías castrantemente sólo visuales.
La háptica, un neologismo por analogía con acústica y óptica, que proviene del griego háptō
(tocar), referida a edificios y ciudades es el conjunto de las experiencias que deparan
el tacto, el olfato y el gusto, sentidos que a lo largo del siglo XX perdieron
la importancia que tuvieron por milenios, como lo demuestran numerosas culturas
en las que siguen teniendo importancia colectiva.
En conclusión, hay que estudiar a los arquitectos que se preocupan
por el uso apropiado y moderno de los materiales naturales tradicionales y su
mejor envejecimiento, y que evitan el uso desmesurado del vidrio. A pleno sol
es absurdo, como en Cali, sobre todo cuando ni siquiera es vidrio “inteligente”
que regula
la cantidad de luz y calor que entra, y hay que recurrir
al aire acondicionado, contribuyendo al cambio climático.
“El uso de ventanales enormes […] resta […] intimidad [y] el
efecto de la sombra y la atmosfera […] ”
escribió Luis Barragán (Pallasmaa, 2005, p. 50 ) y al perder su
significado ontológico las ventanas han pasado a ser sólo la ausencia de muros,
y las fachadas meros planos lisos de un volumen. Como en el nuevo edificio del
Banco de Bogotá o el de Imbanaco, en Cali, y peor cuando se trata de obviar el
problema con vidrios de colores, como pretenden en el hotel de la Sagrada
Familia en El Peñón.
Hay
que aprender de Rogelio Salmona, Luis Barragán, Alvar Aalto, Louis I. Khan,
Frank Lloyd Wright y Le Corbusier, el más influyente de los arquitectos
modernos, quien se ocupó, además de lo visual, de la textura de sus edificios
(Pallasmaa 2005). Y desde luego de las obras locales que no respondan apenas a
la vista; y menos aún a su imagen en las revistas, además engañosa pues
sistemáticamente se elimina su entorno.
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