Advierte Moisés Naím que “cuando un país tiene más
habitantes que ciudadanos, su futuro no puede ser bueno” (Repensando el Mundo,
2016, 111 sorpresas del siglo 21, p.
385). Es lo que sucede cuando las ciudades crecen mucho y muy rápido: se llenan
de habitantes que les toma tiempo volverse ciudadanos pues no es un asunto
apenas de educación formal si no cívica la que mal se puede dar una ciudad
cuando cambia tanto, incluyendo la demolición de su patrimonio construido, el
que constituye la imagen y la historia con la cual se identifican.
Por eso no extraña que el 42% de los asesinatos
ocurran en ciudades de América Latina, que han cambiado mucho y muy rápido,
aunque aquí viva solo 8% de los habitantes del mundo (p. 320). Cali, que ocupa
el décimo lugar entre las 50 ciudades más violentas del planeta, por debajo de
Palmira que ocupa el octavo, pero que en 2013 ocupó el cuarto, y hoy seguida muy lejos por Pereira.
Cartagena, ciudad con la que no es difícil estar de acuerdo con Naím en que es
la más bella de América (p. 306), y de más lento crecimiento, por lo contrario
tiene muchos menos homicidios.
Es la amenaza de la sobrepoblación. Del creced y
multiplicaos, de que cada hijo trae el pan debajo del brazo, de que donde come
uno comen diez, de que correrán ríos de leche y miel, y que lloverá mana del
cielo; en fin, que Dios proveerá, como lo recordaba en días pasados un acertado
comentario a la pertinente columna de Micky Calero (Agro en tiempos de paz,
02/04/2016). Como informa Naím, el mundo está hoy cosechando más granos que
nunca (p. 57), o sea que el problema no es falta de comida, la que se
desperdicia de forma escandalosa, sino de dinero con que comprarla y sobre todo
de destrucción de la naturaleza.
El creciente consumo y procesamiento de alimentos
y recursos naturales para los sobre poblados conglomerados humanos, cada vez
más demandantes, tiene efectos devastadores. La actividad agropecuaria
contribuye a las emisiones de gases de efecto invernadero, tiene también un
desmesurado efecto negativo en el ciclo natural del nitrógeno, por el uso de
fertilizantes para un mayor rendimiento de las cosechas, utiliza masivamente
agua para irrigación, y tala bosques y guaduales e invade humedales y lagunas
como acaba de suceder en Sonso.
Mientras que el ciudadano se relaciona activamente
con su ciudad y goza de derechos
políticos pero se somete a sus leyes,
sus habitantes sólo demandan más alimentos, producen más residuos, contaminan más
y exigen más espacio del que la naturaleza puede dar sin sacrificar el futuro
de otras especies. Cuantos más sean, de menos recursos naturales disponen, por
lo que ya la sobrepoblación del planeta está amenazando al ser humano mismo. De
ahí que sea preciso formar más ciudadanos para que haya menos habitantes, y las
ciudades sean más el bello escenario de una sociedad y su símbolo más
reconocido.
Que en lugar de resignarse a coexistir con el
asesinato, como señala Naím (p. 320) se apropien de sus calles, plazas y
parques. Que exijan más seguridad en ellos, más limpieza, que se los cuide y no
que se los renueve torpemente, como acaba de pasar, en la Plazoleta del Correo,
que es su nombre original pues hasta eso lo cambian. Asuntos “sistémicos” los
llama Naím, que en estos casos afectan a sus ciudadanos, más no a la mayoría de
sus habitantes que no se dan cuenta de que el sector más “ciudad” de Cali es su
Centro Histórico, dejado de lado por la administración municipal desde hace
medio siglo.
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