El siglo XX, el siglo de Estados Unidos, puso fin a siete mil años
de vida humana centrada en la agricultura; y la curva casi horizontal del
crecimiento de la población, que comenzó a subir hace dos siglos, ya es
vertical. La de
Colombia era en 1825 de 1.129.200 habitantes, según Hermes Tovar, y para 1905
ya eran 4.122.000, según Jorge Orlando Melo (Historia Económica de Colombia,
1987), y el miércoles pasado sumábamos 47.165.059 según
el Reloj de población del DANE
(http://www.dane.gov.co/reloj/reloj_animado.php), o sea cerca de 4.000.000 cada
década en promedio; casi Medellín y Cali juntas, y esta ciudad, que en 1809 tenía 7.546 habitantes, pasó a 13.000 a
principios del siglo XX (Fabio Zambrano: Desarrollo
urbano en Colombia, 1994), y hoy, contado su población flotante va para los
3.000.000
El
hecho es que la población mundial se urbaniza y, como señala Eduardo Galeano (http://latinoamericana.org/2005/textos/castellano/Galeano.htm), los campesinos
expulsados por la agricultura moderna se hacen ciudadanos. En América Latina
hay campos vacíos y varias de las mayores ciudades del mundo, y las más
injustas, dice. Las ciudades prometen trabajo, prosperidad, porvenir para los
hijos; en las ciudades, la vida ocurre y llama. Pero hacinados en tugurios, lo
primero que descubren los recién llegados es que el trabajo falta y que nada es gratis. Situación que en el
caso de Cali es mitigada por su clima benigno y con mínimas variaciones a lo
largo del año: más o menos calor, más o menos lluvias; no hay inviernos helados
y oscuros ni veranos agobiantes y eternos, que mucho compensan todo.
Pero
los dueños del mundo, como dice Galeano, lo usan como si fuera descartable: una
mercancía efímera, que se agota como las imágenes de la televisión a poco de
nacer y las modas y los ídolos que la publicidad lanza, sin tregua, al mercado.
La sociedad de consumo es una trampa. Los que tienen la sartén por el mango
simulan ignorarlo, pero la injusticia social no es un error a corregir, ni un
defecto a superar sino una necesidad esencial pues no hay naturaleza capaz de
alimentar tanta gente en el planeta. Hecho, también hay que agregar, que en los
países pobres nos quieren ocultar con la ilusión de volvernos ricos (Esteban
Piedrahita, El País, 28/07(2013) pese a que si todos consumiéramos como ricos
seria la pobreza de todos, si no el eminente fin de la forma de vida actual, el
que se ignora por apocalíptico.
La cultura del consumo,
agrega Galeano, lo es de lo efímero, al ritmo de la moda, por la necesidad de vender. Las cosas se
reemplazan por otras igualmente fugaces, pero permanece la inseguridad y el
desempleado en potencia. Paradójicamente, los centros comerciales, reinos de la
fugacidad, ofrecen la más exitosa ilusión de seguridad. “Ellos resisten fuera
del tiempo, sin edad y sin raíz, sin noche y sin día y sin memoria, y existen
fuera del espacio, más allá de las turbulencias de la peligrosa realidad del
mundo.” En Cali, reemplazan, poco a poco, la ciudad de todos por enclaves a los
que no todos pueden entrar…ni comprar. Son su nueva imagen junto con puentes viales, innecesarios si
hubiera semáforos sincronizados, y puentes peatonales que los más necesitados
no pueden subir y bajar. Y el regreso a la agricultura ya no es posible y menos
cuando Estados Unidos termine por legalizar las drogas.
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