Las fachadas, con su disposición de llenos y vacíos, son la primera
emoción que brindan los edificios, ya
sean únicas o las que forman las esquinas de sus volúmenes, cuando son exentos;
como también las fachadas interiores. En todas ellas, las cubiertas son lo más
llamativo e importante pues recortan el edificio contra el cielo. Por eso las
cubiertas planas de la arquitectura moderna precisan de algunos elementos que
rompan su inútil monotonía.
Después
vienen las entradas, ya sean zaguanes o vestíbulos, que son un abrebocas de los
varios espacios a recorrer a continuación. Más adelante, en el interior, se
pueden encontrar más zaguanes para pasar a patios, a veces más de uno, a los
que dan recintos diferenciados sucesivos que cualquier constructor popular
hacia antes con éxito. O en su defecto, está el espacio continuo de alguna
arquitectura moderna, una maravilla en manos de un buen arquitecto.
Patios
que cuando son estrechos son íntimos y miran decididamente al cielo, siempre
gratis, y tan emocionante o más que las “vistas” que venden caro ahora,
mientras que los patios medianos y grandes, y ni se diga los claustros,
permiten ver las fachadas interiores al tiempo que el cielo, el que además se
refleja cuando contienen estanques, espejos de agua o atarjeas. Finalmente
están los solares, vergeles que en las casas de antes eran como salir de nuevo
al campo, cuando no al campo mismo, como aun en algunos pueblos.
Todo
unido por corredores acodados que deparan sorpresas en cada giro de su
recorrido, o, cuando son lineales, al final de los mismos, o a sus costados, o
arriba o incluso abajo, y por supuesto pueden estar combinados como en la mejor
arquitectura posmoderna (que no posmodernista).
Emoción arquitectónica que ofrecen las circulaciones de los edificios,
pero que se ha perdido en manos del funcionalismo auspiciado por los mercaderes
del negocio inmobiliario.
Corredores
abiertos a un costado sobre los patios, que al ensancharse se vuelven salones de doble altura, la que los
dignifica. E incluso con clerestorios como en las grandes catedrales
medioevales, que de nuevo permiten mirar al cielo pero a través de vanos que lo
enmarcan, y que dirigen y controlan la luz o el sol que entra siempre diferente
y siempre emocionante. No como en los estrechos e insípidos pasillos interiores
que pasan por “modernos”.
Finalmente,
terrazas, azoteas y miradores vuelven a conectar la tierra con el cielo (lo que
no pueden hacer las sosas cubiertas planas de la vulgarización de la
arquitectura moderna cuando ni siquiera son asequibles), pero más arriba de las
calles, plazas y parques que son lo que son las ciudades, y sus habitantes
claro, a los que la arquitectura brinda sus emociones. ¿Qué tal Brasilia sin los edificios de
Niemeyer o Cartagena sin sus bellísimas casas, conventos e iglesias?
Tradiciones
de la arquitectura que algunos arquitectos y estudiosos descubren y protegen o
se las re inventan, y practican y evolucionan. Pero otros, la mayoría, las
destruyen sin necesidad de hacerlo, las más de las veces por la premura
oportunista de seguir la penúltima moda. Ahora que todo cambia tan rápido y la
gente vive más tiempo, logrando apenas sacarle a la arquitectura emociones
elementales y efímeras, como llenarla de olas, persianas de mentiras o
colorcitos.
Comentarios
Publicar un comentario