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Explicaciones. 18.03.2023

 En muchas ciudades de la llamada desde el siglo XX Latinoamérica, sus ciudadanos  reclaman, con toda la razón, más seguridad frente a la delincuencia, mejor transporte público, un tránsito de vehículos más ágil y, ocasionalmente, se ocupan de la defensa de sus características urbanas como sus avenidas, plazas y parques tradicionales, y de sus hitos arquitectónicos, como sus iglesias, palacios y barrios históricos; y de la naturaleza que las rodea: mares con sus playas, ríos, lagos, cerros y cordilleras. Pero en las que últimamente han crecido mucho y muy rápido, como es el caso de Cali, su urbanismo, arquitectura y paisajismo no es un asunto que les interese a sus muy nuevos habitantes.

Se trata de inmigrantes que llegan a las grandes ciudades de pueblos pequeños o grandes de lo que era Iberoamérica, en los que casa, pueblo y campo eran un hábitat objeto de oficios tradicionales, parte de una cultura común, y cuyos responsables se conocían entre si, o sabían de los otros, constituyendo entre todos una comunidad. Por eso son sólo sus habitantes y no sus verdaderos ciudadanos ya con una cultura urbana de varias generaciones y viajes a otras ciudades que los hayan convertidos en urbanitas en la suya. Y el urbanismo, la arquitectura y el paisajismo ya son objeto de profesionales a los que no se conoce, ni cuyas propuestas se debaten aunque afecten a la ciudad toda.

De ahí lo procedente de impulsar las ciudades dentro de la ciudad que se hayan iniciado espontáneamente en las grandes ciudades, y si son pertinentes,  a base de conformar supermanzanas de sólo tránsito local, y fortaleciendo sus centralidades en formación al permitir solo en ellas los nuevos centros comerciales, y complementando su equipamiento urbano público y privado; y uniéndolas entre si por un eficiente transporte público colectivo, multimodal e integrado. Y lo mismo habría que hacer con los pueblos y pequeñas ciudades cercanas, convirtiéndolas en ciudades fuera de la ciudad, e integrando entre todas su área metropolitana unida por trenes de cercanías en sus principales ejes.

Serían agrupaciones urbanas similares a una tradicional ciudad pequeña, de las que se podría recuperar la democracia directa al escoger sus vecinos sus dirigentes de barrio, presidentes de Juntas de Acción comunal, o sus equivalentes, y alcaldes; y pasar luego a la democracia representativa al votar por concejales por cada ciudad del área metropolitana, uno o dos según su población. Y hacerlo mediante una elección escalonada en las que cada elector selecciona sus tres prioridades, de tal manera que el que tenga en total más votos gane con un respaldo más amplio, evitando el engaño de que la mitad más uno es una verdadera mayoría, como sucede cada vez más en Suramérica, y en Colombia.

El problema es que estas son ideas que, como es el caso de Cali, poco interesan a sus políticos populistas y polarizantes, y menos aún a sus electores que les comen el cuento, corrupción de por medio; ideas de las que se habla en los medios de comunicación sin los conocimientos y experiencias necesarias para hacerlo mejor y sin cometer banales errores, o recurriendo a “expertos” y no a estudiosos. Democracia, ciudadanos y urbanitas son inseparables de la ciudad, y cómo la literatura pasa de oral a escrita en estas últimas y se multiplica, es pertinente continuar escribiendo sobre estos temas, para alimentar debates públicos en los que más ciudadanos puedan intervenir mejor informados.

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