Desde hace semanas en las noticias y columnas de opinión se ha insistido en la necesidad de reanudar el contacto social –no el físico por supuesto con el que se continúa confundiendo- debido a los problemas que trae el encierro permanente. En muchas partes ya se ha hecho y basta con que atiendan en espacios al aire libre como patios, terrazas y azoteas e incluso cerrando calles al tránsito, como se podría hacer fácilmente en el Parque del Perro y en el de El Peñón.
Las mesas pueden estar suficientemente separadas e igual los asientos entre ellos, y operar los mismos procedimientos de bioseguridad que se hacen a la entrada y la atención en los supermercados, librerías y otros comercios.
Además está el grave problema laboral, al que los domicilios poco pueden ayudar, que ha dejado a muchos aseadores, meseros, cocineros y chefs sin trabajo y con la inesperada dificultad para emprender otro tipo de oficio. Y por otro lado no es sino recorrer la ciudad, especialmente el Centro, para comprobar que muchos pequeños comederos ya están abiertos, quedando claro que el control sólo se ha aplicado a los restaurantes más grandes y por lo tanto no ha operado como se supone, por lo que probablemente sería más eficiente controlar en todos los sitios el que se cumplan las más elementales medidas de bioseguridad y lograr que sean sus clientes quienes las exijan.
Salir a un restaurante es evitar periódicamente el aislamiento social total, comer diferente y mejor y no apenas alimentarse, beber en compañía intercambiando noticias, opiniones, recuerdos, deseos, chismes, chistes y propósitos con los amigos, y compartir actividades y lugares en la ciudad con otros desconocidos habitantes de la misma como también visitantes de otras partes. En últimas se trata de un asunto de sanidad mental y no apenas física, y de armonía social; y como sus clientes son en su gran mayoría gente mayor, que como dice el Dr. Carlos E. Climent “…son los que mejor se saben cuidar” (El País 10/05/2020) que sean ellos los que deban decidir si ir o no y a donde.
Es preciso entender que el ser humano es un animal social y que el contacto con los otros, así sea solamente visual y oral, es definitivo. Cómo recuerda Robert Greene en Las leyes de la naturaleza humana, 2018, “esta es más fuerte que cualquier individuo, institución o invento tecnológico” (p. 21) “somos el animal social más eminente del planeta y nuestro éxito y supervivencia dependen de nuestra capacidad para comunicarnos con los demás” (p. 98). Antes las familias extensas se reunían en las casas de los abuelos, después las parejas en sus casas con sus amigos y correspondidos en las de estos, y hoy además en restaurantes, cafeterías, cafés, bares y bailaderos con conocidos y más gente.
Como continúa Greene “…a lo largo de la historia, las culturas más célebres y saludables han sido aquellas que han alentado y explotado la mayor diversidad interna entre los individuos” (p. 410) y debería ser evidente que la peor segregación es la de encerrar indefinidamente a las familias en sus casas, ciudades y países, y como concluye más adelante: “La realidad no es brutal y espantosa; contiene un gran número de elementos sublimes, hermosos y dignos de asombro” (p. 426) pero por qué aquí tantos permiten que la realidad sea solo violenta y corrupta y confunden el distanciamiento físico entre las personas con su distanciamiento social el que pretenden obligar sin ver sus consecuencias.
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