Respecto a los horrores a los que se refiere Andrés Oppenheimer (¡Sálvese quien pueda!, 2018) es preocupante que se crea que la llamada inteligencia artificial y los robots signifiquen en todos los casos un progreso para la humanidad, pasando por alto el problema laboral, ya que otra cosa es el reemplazo del trabajo repetitivo en las fábricas, e ignorando la calidad de vida si no se salvan las artesanías y las artes pues ya se pueden hacer obras musicales o pictóricas a la manera de cualquier artista famoso por medio de algoritmos, y también se podrían escribir novelas; y no se podría estar seguro de que columnas como esta sean de autoría solo humana y por supuesto su escritura no lo es.
Es el caso de la construcción con el uso de impresoras 3D y los albañiles-robots, y en últimas de la arquitectura si se permite que los sistemas de diseño asistido por computador tomen la iniciativa y no los proyectistas, y aunque sin duda representan una importante ayuda pueden ser igualmente una amenaza para la arquitectura al trivializar a los arquitectos. Lo que se busca con un proyecto de arquitectura se puede –y debe- escribir, pero luego el hecho indiscutible es que los proyectos se inician con rápidos bocetos hechos a mano, e incluso al dibujarlos en una tableta la presión del señalador aumenta la intensidad de la línea igual que un lápiz blando en un papel.
Desde las pirámides hasta antes de la vulgarización de la arquitectura moderna, los obreros de la construcción aportaban directa o indirectamente a la arquitectura, tanto con sus errores como con sus soluciones de último momento. Por lo demás, a una máquina no se le habría podido ocurrir, como a Imhotep, pasar de la pirámide escalonada a la regular; hubiera repetido el Partenón igual pero más grande, como ordenó Pericles, y no lograrlo solo duplicando sus columnas como le propuso Ictinos a Calícrates o lo contrario; los arcos romanos se habrían repetido hasta la vulgaridad y los esfuerzos de Vitruvius por evitarlo hubieran sido inútiles; las grandes catedrales góticas serían iguales y no todas diferentes como las creaban las cofradías encargadas; la máquina no sabría cómo poner de pie el huevo de Bruneleschi; la mayoría de la arquitectura neoclásica habría sido peor; y, afortunadamente, el Palacio de Cristal, que a los insensibles les puede parecer una máquina, no fue imaginado por una.
Finalmente, al trabajar como máquinas los (malos) constructores y arquitectos profesionales del siglo XX lograron vulgarizar la arquitectura moderna y dañar muchas ciudades. Y desde luego a las máquinas la arquitectura vernácula, campesina, popular y tradicional no tendrían mucho que decirles o peor, no serían escuchadas por ellas.
En conclusión, podríamos estar muy cerca de pasar del homo sapiens al homo “virtualis” si no es que antes el cambio climático, generado por el consumismo y la sobrepoblación, nos haga pensar como seres humanos y no como meras máquinas ante la subida del nivel del mar. Es la irracionalidad de la que escribe Robert Greene: “Tu primer impulso debería ser buscar pruebas que desmientan tus más caras creencias y las de los demás. Esto es ciencia de verdad.” (Las Leyes de la Naturaleza Humana, 2018, p. 45). O como lo resume en blanco y negro la bella Nieves: “Pensar distinto es pensar” (El País, 27, 05, 2020).
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