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Vuelve y juega. 21.09.2019


      Desde hace casi 20 años quien escribe ha propuesto reiteradamente que el alcalde de Cali se ocupe también de la ciudad en tanto que artefacto y no apenas de sus habitantes. Urge un alcalde que camine, oiga, mire y vea la ciudad toda. Uno que tenga una idea clara, informada y culta de lo que es una ciudad y la honradez y valor civil para realizarla, pues ya no se trata de una ciudad sino de otra más de esas megalópolis tan cuestionadas por Lewis Mumford (La cultura de las ciudades, 1938).

     Y ahora, en Cali, hay que agregar el problema del jarillón, los incendios de los cerros y el abastecimiento en un futuro cercano de agua potable e incluso de energía. Y cómo la afectará el cambio climático. Manuel Rodríguez Becerra (Nuestro planeta, nuestro futuro”, 2019, pp. 279 a 314) señala varias situaciones al respecto, y cómo disminuir significativamente su actual contribución al mismo, advirtiendo que Cali tiene características ambientales únicas a considerar.

     Y está la urgencia de pensar seriamente en una ciudad sostenible, lo que debería principiar por la conservación de todo su patrimonio construido, no sólo el de interés cultural, el que muy poco se aprovecha. Pero ni siquiera se protege de verdad el de carácter monumental, pese a lo importante que es para que los ciudadanos se identifiquen con su imagen urbana, ayudándoles a convivir en ella respetando a los otros y a la ciudad misma no evadiendo su ya amenazado futuro.

     Memoria colectiva que hace referencia a los recuerdos de la sociedad en su conjunto. Es siempre social y sólo emerge en relación con personas, grupos, lugares o palabras y está representada no sólo por los monumentos que permanecen sino por sus entornos y paisajes; son su historia y geografía, las que generan sus diversas tradiciones, las que se tiene que aprender, más que a tolerar, a compartir y sumarlas con el debido respeto y complemento entre todas y por todos.

     El patrimonio monumental, por su parte, está integrado por los bienes culturales inmuebles a los que se les ha dado un valor excepcional arquitectónico, histórico, religioso, científico o técnico. Son la herencia cultural propia de una comunidad, con la que ésta vive en la actualidad y que transmite a las generaciones futuras consolidando la verdadera evolución de una cultura urbana existente. Lo contrario es la atarbanería que en Cali aumenta día a día calle a calle, barrio a barrio.

   La ciudad es escenario de la cultura, como dijo Mumford, y con la lengua la creación más importante del hombre, e ineludibles en el siglo XXI para más de la mitad de la población actual del mundo y en Colombia más de las tres cuartas partes. Y son sus edificios los que ordenan y jerarquizan las ciudades y los que conforman en ellas el espacio urbano y el cultural, social y político, los que son inseparables como lo debe entender un verdadero alcalde y más un verdadero Concejo Municipal.

     Y mucho más a inicios de este siglo cuando en ellas pasa o depende casi todo lo que pasa en el mundo como lo señala Edward Glaeser (El triunfo de las ciudades, 2011), en una sola civilización urbana y cada vez más globalizada, y de ahí que haya que rescatar sus particularidades en lugar de volverlas irreconocibles al desaparecer sus edificios o permitir el atropello a sus calles y barrios ya consolidados, desplazando a sus habitantes y costumbre tradicionales.

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