La arquitectura moderna dejo muchas obras maestras en el mundo, y no sólo las de los arquitectos más reconocidos, y también algunos sectores urbanos, como el Centro Internacional en Bogotá, o ciudades enteras, como Brasilia. Pero su vulgarización rodeo los centros históricos de prácticamente todas las ciudades de mediocridad y caos visual, y hasta llevó a demolerlos casi por completo como fue el caso de Cali. Todo debido a las trampas a la modernidad. “Hay que ser absolutamente modernos” decía Rimbaud, pero una cosa es componer nueva poesía y otra muy distinta completar ciudades existentes y con su propia arquitectura, pues al fin y al cabo la ciudad es una obra de arte colectiva.
Una ciudad sin calles y apenas con vías, como Brasilia, precisamente, restringe la animación urbana cotidiana y espontánea, propia de las ciudades en el encuentro de los peatones en sus calles y plazas, a los centros comerciales, clubs y otros centros de reunión, no incluyentes por lo demás. Y la zonificación extrema de los usos del suelo alimenta aún más la formación de guetos de actividad dentro de la ciudad, los que quedan desocupados en el día o por la noche, y peor si están a considerable distancia como suele suceder en los ensanches y suburbios modernos, “unidos” solo por gentes encerradas en automóviles, o arrumadas en buses, obligadas a evitar todo contacto entre ellas.
Las torres innecesariamente altas, e ignorantes de la infraestructura existente (vías, acueducto y alcantarillado), alteran el perfil urbano, dan sombra sobre los vecinos en climas fríos o detienen las brisas en los calientes, se asoman a sus patios anulando su intimidad, tapan el paisaje, o la vista a la que previamente tenían derecho otros edificios. La repetición idéntica de sus pisos-tipo redunda en la simplicidad de sus fachadas, junto con la ausencia de ornamentación propia de la arquitectura moderna. Al tiempo que la variedad caprichosa de las mismas es como una mala mascara, cuando no una doble fachada innecesaria, y por tanto falsa, e ignorante del contexto urbano inmediato y general.
Demoler lo “viejo” para construir lo “moderno” ha destruido la unidad de calles, barrios, sectores y ciudades enteras, y con ello borrado los testigos de su historia y los hitos urbanos que permiten orientarse en las ciudades y dar continuidad a las distintas generaciones de sus habitantes. Las consecuencias son tan amplias y profundas como ignoradas en países como Colombia a la saga de la moda y la novedad. La modernidad, una arquitectura que pretendía serlo sin estilo, termino siendo un nuevo estilo que, mal entendido, como sucedió en Cali a partir de los VII Juegos Panamericanos de 1971, y en general en el país, acabó con muchos ejemplos de los estilos anteriores.
En conclusión, es imperativo pasar ya a una arquitectura verdaderamente posmoderna que vuelva a ser contextual, respetando lo existente y sumándole nuevas emociones estéticas; y sostenible, no apenas climáticamente sino en su reutilización continúa y no en su obsolescencia casi que programada, lo que es imperativo ahora por el cambio climático. En lugar de un fraude puramente estético, que busque la belleza en la resolución de sus problemas de siempre; espacios para el ser humano, construibles económicamente, seguros, funcionales, confortables y que emocionen de verdad por su “verdad” y no apenas mientras dure su corto espectáculo y rápido deterioro.
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