Todas las ciudades, y todos los
edificios que las conforman, están en una geografía dada y cuentan con una
historia propia. Pero a inicios del siglo XXI muchas están amenazadas por la
sobrepoblación, el consumismo y la obsolescencia programada, que desde finales
del XIX han generado el cambio climático, que puede acabar con la vida de
muchos en las próximas décadas (ONU, Cumbre
2019), y también por la dependencia cultural y la automatización de todo,
las que están acabando en muchas partes con el placer de la vida urbana local o
reduciéndola a los grandes centros comerciales en los que ya es otra cosa (Andrés
Oppenheimer, ¡Sálvese quien pueda!,
2018).
Por
eso una nueva arquitectura, que esta vez sí sea de verdad nueva y arquitectura
y no mero espectáculo, tendría que estudiar su principal referente histórico,
como lo es la construcción regional de cada sitio, y la que el tiempo ha
convertido en la tradicional de cada lugar; es decir, los materiales y técnicas
constructivas que han dado origen a su característica forma y la más
identificable. Y por otro lado debe ser una arquitectura pensada buscando
consumir mucho menos agua y en reciclarla junto con la de las lluvias, y para generar
la energía necesaria para su cabal funcionamiento con paneles solares
“cubriendo” las cubiertas, lo que es todo un nuevo y estimulante desafío
estético.
Igualmente
no sobra insistir en que hay que reutilizar todo lo ya construido, reforzándolo,
densificándolo aumentando varios pisos según sea necesario y conveniente,
adecuándolo a las nuevas necesidades y exigencias, dotándolo de nuevas
instalaciones y corrigiendo los errores urbanos, arquitectónicos o
constructivos que tenga. Y al mismo tiempo exigir perentoriamente que todas las
construcciones nuevas sean también fácilmente acomodables a otros usos,
renovables para funciones diferentes en el futuro y, finalmente, que sus
escombros sean más fácilmente reciclables cuando inevitablemente tengan que ser
demolidas por un motivo que en verdad sea válido.
En
ultimas se trata es de la modernización, en cada barrio, sector o ciudad de una
región, claramente identificables, de su arquitectura tradicional, a la que
apenas se agrega lo más moderno y sólo si es pertinente, que lo será en varios
de sus diferentes aspectos, y no por estar a la moda. Y cuyos principales
objetivos sean contribuir a evitar el cambio climático y a recuperar el
contexto urbano y la imagen
colectiva, especialmente en las grandes ciudades que rápidamente
crecen mal y mucho. Y
lograrlo creando en ellas nuevos centros urbanos, a manera de centralidades
peatonales, unidos entre sí y con otras ciudades cercanas por rápidos y
frecuentes trenes de cercanías.
Pero penosamente ahora hay muchos
oportunistas de la llamada arquitectura verde y sólo pocos maestros de la
sostenible, o que supieron reinterpretar la tradición;
y muy pocos políticos que se ocupen de las ciudades en tanto
artefactos y no apenas de sus habitantes, si es que lo hacen, como si no fueran
las dos caras de la misma moneda. Así, la gran
arquitectura, que antes servía para simbolizar el poder de los gobernantes
hegemónicos, hoy más populistas que políticos, o para los grandes empresarios
que desde el siglo XX han creado un modelo de urbanismo laissez-faire, como lo llama Deyan Sudjic (La arquitectura del poder, 2005, p.90) y lo mismo sucede con
esa arquitectura espectáculo que aún no pasa de moda.
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