De los cinco sentidos del ser
humano hay tres directamente ligados con las ciudades en tanto el artefacto
mismo como también con el comportamiento en él. Son la vista, el oído y el
olfato en cuanto extensiones del tacto como lo sugiere Juhani Pallasmaa en Los ojos
de la piel: la arquitectura y los sentidos, 2005. Junto con la inseguridad y el acoso en sus espacios
urbanos públicos, las imágenes, los ruidos y los olores ajenos son sin mayor
duda lo que más las perturban pero lo que menos se considera al pretender
planificarlas, pues lo que más interesa aunque menos se lo manifieste es lo
meramente económico, como lo señala Manuel Herce en El negocio del territorio, 2013.
La vista en las ciudades es permanentemente impactada por su
escenario natural y sobre todo por la imagen urbana de su arquitectura, la que
precisamente Aldo Rossi llamó La arquitectura de la ciudad, 1968. Vista que pasa a
ser ajena cuando fachadas y culatas invaden la intimidad de los patios, o
cuando interfieren con la unidad de las fachadas urbanas que conforman los
espacios públicos que conforman la ciudad, o cuando interfieren las vistas
hacia la ciudad misma o a su entorno natural, o cuando compiten groseramente
con sus monumentos ya reconocidos o cuando ignorando la indudable importancia
de la historia en las ciudades los
demuelen y remplazan del todo pero además mal.
El oído, al contrario de lo
que sucede en el campo en el que priman los sonidos naturales, también es
permanentemente impactado por el ruido artificial propio de las ciudades en el
espacio urbano público que pasa a ser muy molesto cuando es producido por el
tránsito de automóviles. Pero igualmente ajeno es el ruido de los vecinos y no
sólo los más inmediatos, que no entienden que sus sonidos, que pueden ser muy
gratos para ellos, llegan a ser meros ruidos insoportables para los que están
obligados a oírlos sin ni siquiera poder participar de lo que los ocasiona, o
que no pueden entender lo que los produce y que se suman a un sordo ruido de
fondo ya no del cielo sino del infierno.
El olor todo el tiempo
impacta al olfato en todas partes gratamente o no, pero en las ciudades se
disminuye mucho la posibilidad de disfrutar de los aromas naturales, reducidos
a las matas de jardín. Por lo contrario los olores que sobresalen son los
artificiales y ajenos y de muy diferentes procedencias o que, como en el caso
de los producidos por las cocinas vecinas, se tornan ajenos cuando no se
comparte el gusto por lo cocinado. Excepto el muy grato olor del pan, o de los
panes hay que precisar pues los hay muy diferentes, que tanto gustan a tantos
en todas partes desde hace tanto tiempo ya que son el alimento más generalizado
a todo lo largo de la historia y a todo lo ancho de la geografía.
Pero si bien el fétido olor
ajeno, asociado a la salud, es unánimemente rechazado y el ruido ajeno que
afecta la tranquilidad de los vecinos lo es cada vez más, de las imágenes
ajenas poco se habla pese a que son lo más grave y buena parte son difíciles y
costosas de eliminar si se quisiera.
Pero sobre todo porque afectan silenciosamente la consciencia de los
ciudadanos respecto a su ciudad, ya que al fin y al cabo son el escenario de su
vida en ellas como lo señalo Lewis Mumford en La cultura de las ciudades, 1938, y que por tanto hay que
repetirlo. Por eso esos alcaldes, concejales y funcionarios que parecen ciegos
y sordos, más no mudos, huelen mal y algunos hasta apestan.
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