Probablemente fue a
partir de la modernidad cuando a los arquitectos se les extravió la mirada, más
lo que no admite duda alguna es que el mal que esto ocasionó se extendió
rápidamente por todas partes, y ahora sólo miran la imagen de “sus” proyectos
pero no el contexto en el que estarán. El resultado es la esquizofrenia urbana
que nos rodea en tantas ciudades que sucumbieron al engaño de creer que se
podía tumbar todo para construirlo todo de nuevo, y “cambiarle la cara a la
ciudad” fue una disculpa idiota para una codicia facilitada por la ignorancia.
Antes, en
la medida en que los arquitectos sólo diseñaban monumentos y no disponían para
su construcción de muchos materiales para escoger, la diferencia de estos con
el resto de las construcciones de la ciudad era sobre todo de tamaño, y de
calidad con respecto a la arquitectura popular o vernácula que los rodeaba.
Pero ahora los nuevos profesionales de un oficio que no ven como tal, ya no
consideran el contexto, ahora disponen de muchos terminados, y ya la
arquitectura no es para dioses y reyes sino para todo. Basta con mirar lo que
se está construyendo en Cali, por ejemplo.
Pues lo
peor es cuando ya ni siquiera importa la mirada egocéntrica y vanidosa del
arquitecto sino la codiciosa del negociante al que sólo le importa su imagen
asociada a su ganancia, y que en su ignorancia en lo urbano arquitectónico ni
siquiera vislumbra el mucho mejor negocio que sería hacer una mejor
arquitectura. Una que sea sostenible (en la medida en que las construcciones
son inertes no puede ser bioclimática y otra cosa es que lo sea su relación con
sus usuarios) y contextual; es decir, que mejore el lugar completándolo pero
respetando lo que ya hay allí.
Después
de ver destruir la mayoría del patrimonio arquitectónico e histórico de esta
ciudad sin poder hacer casi nada, lo que queda es analizar las consecuencias de
semejante barbaridad. Por lo pronto insistir en tratar de que se entienda que
se eliminó buena parte de su historia física, cuyos hitos permitían a varias
generaciones de sus habitantes reconocerse en una misma ciudad común, generando
por lo contrario un individualismo y un desarraigo que lleva a la intolerancia,
a la falta de civismo y la atarbanería del tránsito, y hasta a la violencia
misma.
Todo por
no saber o no querer ver la realidad; es decir, que se trata de un problema
cultural y por lo tanto político, característico de un país que desde su inicio
ha valorado lo que viene de afuera y despreciado lo propio, sobre todo su
arquitectura tradicional. Y si Cartagena se conserva (más o menos) no es por lo
que representa como patrimonio construido del país, y de la humanidad desde
1984, sino por el buen negocio que son los hoteles para el turismo; lo que es
desastroso cuando no se lo controla debidamente, como está pasando en Cali en
las narices de todos.
Ya en la
posmodernidad a los arquitectos les va a tocar, quieran o no, reencontrarse con
la mirada propia del oficio: ver su arquitectura emplazada en el paisaje; es
decir, cada vez más, su edificio en una ciudad que no es la suya. Aprehender el
lugar antes de proyectar, y entender que casi siempre lo importante no es su
edificio sino el espacio urbano que termina de conformar discretamente,
mejorándolo pues en casi todos los casos se trata de uno ya muy maltratado. Probablemente estas
sean tan solo palabras al viento, pero igual se deben gritar.
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