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Poblamiento. 05.11.2016


      Los seres humanos de hace unos 50.000 años eran una especie tropical, y los primeros que se desplazaron hacia el norte tuvieron que adaptarse a condiciones muy distintas y desarrollar nuevas técnicas, y hacer vestidos que los calentaran y almacenes para guardar alimentos en los meses de invierno (Nicholas Wade, Una herencia incómoda, 2014, pp. 86 y 87). Y por supuesto refugios como los iglús y las cabañas primitivas, de las que Marc-Antoine Laugier postula ya a mediados del siglo XVIII el retorno a la esencia de su simplicidad arquitectónica como manera de hacer avanzar la arquitectura, de renovarla o depurarla de sus errores (Essai sur l’architecture, 1753). Propósito que harta falta hace en la lamentable arquitectura de nuestras ciudades actuales y ni se diga en su nuevo urbanismo a pedazos y centrado en los carros y olvidando a los peatones.
                                                                                                                                                                         A medida que los humanos se dispersaban por los continentes se fragmentaban en pequeños grupos tribales, y originaban las diferentes razas actuales (p. 88), realidad biológica que no hay que confundir con racismo, un infortunado constructo social (p. 4). Y más permutaciones en la población fueron causados por cambios climáticos, la agricultura y la guerra;  y la decisión de establecerse no debió ser sencilla ni de mera voluntad, y probablemente requirió de un cambio en el comportamiento social generado por uno genético que redujo la agresividad propia de los pequeños grupos de cazadores-recolectores (pp. 90 y 92). Aunque no totalmente como se puede comprobar todos los días en nuestras ciudades en las que los “cazadores” se movilizan en motocicletas y “recolectan” celulares, joyas y tarjetas de crédito, y que las autoridades llaman “sensación” de inseguridad.
                                                                                                                                                                        La población humana, sostiene Wade, puede identificarse a simple vista: africanos, asiáticos orientales, y caucásicos, y los otros dos grupos asociados a continentes son los americanos nativos y los aborígenes australianos. Cinco grandes grupos que concuerdan con los acontecimientos conocidos de la historia de la población humana, dividida por la geografía (África, Europa, Asia Oriental, las Américas y Australia) y respaldada por la genética (pp. 103 y 104). Sistema que parece el más práctico para la mayor parte de las finalidades (p. 110). Como, por ejemplo, las ciudades y las construcciones y por lo tanto su arquitectura basada en responder a los diferentes climas: de estaciones, largas o cortas intensas o no, y el trópico desde el más caliente de las riveras de los mares hasta el muy frio de las altas cordilleras, pasando por los medios como el del valle del río Cuca.
                                                                                                                                                                        Y, cómo indica Wade, los cambios en el comportamiento social pudieron haber sido los principales, dado que es sobre todo a través de su sociedad que los humanos interactúan con su ambiente. Las instituciones de las sociedades china, europea y africana han sido modeladas afondo por sus respectivas historias respondiendo a sus diferentes ambientes, viniendo a ser  una mezcla de genética y cultura, pero mientras el uno tarda muchas generaciones  en cambiar, la otra lo puede hacer rápidamente, como con seguridad sucedió con los primeros asentamientos que indujeron cambios profundos en el comportamiento social humano (pp. 119, 134, 136 y 139). Es lo que tendríamos que entender para replantear nuestras ciudades de cara al cambio climático que se avecina; su historia determinada por su geografía, casi siempre al lado de un río y en las faldas de una cordillera.

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