“No cabe duda de que siempre hay que crear cultura para
conservarla” dice Johan Huizinga (1872-1945, filósofo
e historiador holandés) y que esta exige cierto
equilibrio entre los valores espirituales y los materiales e implica una
aspiración, lo que a su vez exige el mantenimiento del orden y la seguridad (la
verdadera paz) y significa dominación de la naturaleza incluyendo la del ser
humano la que también debe serlo, pues sólo en la conciencia humana la función
de cuidar se convierte en deber (Entre las sombras, 1935, pp. 35 a 47).
Asunto este, el de la cultura, en el que las universidades, que cada vez hay más,
juegan un crucial papel pero que lamentablemente cada vez aportan menos a su
conservación y difusión, mientras sacan al “mercado” montones de profesionales
mal formados.
“Las
universidades, por desgracia, venden diplomas y grados” denuncia
Nuccio Ordine (1958-, profesor y filósofo italiano) y señala el descenso de los niveles de exigencia en muchos países
para permitir que los estudiantes superen los exámenes con más facilidad, y
evitar así el problema de los que “pierden el curso”. En algunas se los
considera ya como “clientes”, y dado que la matricula en muchas es muy cara se
espera que sus profesores sean sumisos por aquello de que el cliente tiene
siempre tiene la razón. Así, dice Ordine, los profesores se transforman en
modestos burócratas al servicio de empresas universitarias, reduciendo sus
cursos a la repetición superficial de lo existente, a base de presentaciones
audiovisuales y no de lecturas (La utilidad de lo inútil, 2013, pp.77 a
82). Y desde luego las áreas más afectadas son las humanidades y las artes
“inútiles”.
“En
todas las épocas, los seres humanos han producido objetos extraños [sin]
ninguna utilidad material” recuerda
Louis Althusser (1918-1990, filósofo marxista argelino (Iniciación a la filosofía para los no filósofos, 1967-1978, pp. 185 a 189).; son
los primeros testimonios de lo que llegaría a ser el objeto de arte y desde su
origen tienen un doble carácter, eran inútiles,
pero eran sociales, y por ser objetos
bellos cargados de placer, y debían
ser reconocidos como tales por el grupo social que veía a través de ese reconocimiento
universal la esencia común de su propia unidad. La práctica estética, lejos de
ser un acto puro creador de belleza, se desarrolla “bajo la influencia de
relaciones sociales abstractas”, como
las demás prácticas. Y ni se diga la práctica de la arquitectura, que desde hace milenios dejó las ciudades y
sus monumentos.
Hoy
más de la mitad los miles de millones de habitantes del planeta vive en ellas y
en Colombia unas tres cuartas partes. Sin embargo la gran mayoría de los
monumentos de la humanidad son anteriores al siglo XIX, que dejó algunos, como
la Tour Eiffel, 1887, y la Ópera de Sídney, 1973, es quizás el único de la
arquitectura moderna. Otros, como el
Museo Guggenheim de Bilbao, 1997, o el de la Biodiversidad en Panamá, 2014, o
muchos edificios que ahora pretenden serlo para cualquier cosa –la arquitectura
moderna no lo buscó- son apenas un pobre espectáculo; el mismo Frank Gehry, su
autor, lo reconoce: "98% of what gets built today
is shit", y
ya Rem Koolhaas lo había olido: “es lo que queda después de […] la
modernización” (Espacio basura”, 2002, p.6). En Cali no es sino mirar alrededor
para verlo. Pero lo urgente de lo sostenible deberá regresar la arquitectura a
la cultura y que sea de nuevo bella y eficiente como la edilicia de siempre.
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