El pertinente comentario de Juan Guillermo
Zapata a una columna de Paola
Gómez (Tratados como carros viejos, El País, 14/04/2016) lo dice todo:
“Por muy desesperante que sea la vida en Agua Blanca, la población no deja de
crecer, haciendo imposible su absorción por el precario mercado laboral y las
instituciones sociales del estado. En Colombia se prohíbe el aborto como la
forma más elemental de preservar la vida humana. Pero desde el momento en que
el bebé nace todo el mundo se desentiende del problema. No se trata de acabar
con la vida, sólo que hay que controlar la reproducción a través de la
educación sexual, sin influencia de la doctrina de las iglesias, y el
consecuente uso gratis de los métodos anticonceptivos por parte de la población
más desfavorecida o pobre. Si se consigue parar el crecimiento, en unos años le
será más factible al Estado integrar a uno o dos hijos por pareja.”
El caso es que ya en el mundo no hay pequeñas ciudades sino pueblos
grandes, que no verdaderas ciudades, y enormes megalópolis en donde incompetentes
clases políticas buscan su propio beneficio mediante la corrupción, la demagogia
y el sectarismo,
y en las que la policía suele ser corrupta, incompetente y abusiva. Ciudades
que hoy por hoy conforman la gran mayoría de los países, en las que la
democracia es cada vez más precaria, y el gobierno del
pueblo, por el
pueblo y para el pueblo,
que quería Abraham Lincoln, ya no es posible.
Por
eso es urgente reducir el acelerado crecimiento poblacional y distribuirlo en
ciudades más pequeñas que
satisfagan las
necesidades culturales, sociales y económicas de los ciudadanos y que
garanticen su seguridad, tranquilidad y esparcimiento, y con
ciudadanos social y económicamente más iguales y mejor educados en lo cultural,
histórico y cívico. Como sucede en los países nórdicos, de ciudades pequeñas
como Estocolmo,
Kopenhague, Oslo, Reykjavik y Helsinki, entre menos de medio y millón y medio
de habitantes, pero los
primeros en el mundo en educación, economía, competitividad, derechos civiles,
calidad de vida y desarrollo humano.
Es cierto que en el área
metropolitana de Tokio viven más de 36 millones de habitantes, siendo la mayor
aglomeración urbana del mundo, pero su densidad es de 14 mil personas por
kilómetro cuadrado, casi dos veces más que Nueva York, o viven muy lejos de los principales centros comerciales e
industriales, y pasan más de cuatro horas diarias apretujados dentro de algún
medio de transporte público.
Pero
como dice Zapata: “La súper población humana y su
degradación al nivel de las ratas, queda palpada en el video de Youtube
(Marginalmedia, los lugares más horribles del planeta. "Dharavi",
Mumbai, India)”. Por eso es tan importante ver que Cali, con casi tres millones
no confesados va para Bogotá, con casi ocho, y Bogotá para Ciudad de México con
casi veintiún millones en su área metropolitana. Mucha vida más de poca
calidad.
¿Qué duda cabe entonces de que la sobrepoblación
provoca un empeoramiento del entorno, disminución de la calidad de vida, y
situaciones de hambre y conflicto, si no es que amenaza la vida misma? Pero lo
alarmante es que muchos no tienen dudas al respecto, y no piensan en el futuro
de sus hijos y menos en el de sus nietos. Hace ya
casi medio siglo el Club de Roma lo anunció (D. H. Meadows y otros, Los límites del crecimiento, 1972), y se
hablaba de explosión demográfica cuando éramos 3.850 millones, y ya vamos en más de 7.331millones (<http://www.census.gov/popclock/>) casi el doble.
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