Desde la Biblioteca Real de Alejandría, fundada por los Ptolomeos en
el siglo III antes de la Era Común (para no hablar de Cristo) el terrorismo ha
sido un asunto urbano, sobre todo ahora que las armas son mucho más mortíferas
y sus blancos más concurridos, como pasa en un estadio, o en su defecto más
fáciles, como un teatro o la terraza de un café. Y no en cualquier ciudad sino
en las que comportan un cierto significado especial en este mundo de ciudades y
ya globalizado. Además su planificación y puesta en marcha desde luego se lleva
a cabo en ellas y específicamente en ciertos sectores caracterizados por su
población nutrida y variopinta de inmigrantes o sus hijos o sus nietos, ya
nacionalizados.
Sin
embrago, como lo ha informado profusamente la prensa internacional y nacional,
después de los atentados del 13 de noviembre algunas ciudades aumentaron las
medidas de seguridad mientras que las que ya fueron objetivos del terrorismo están
de nuevo especialmente alertas. El problema es que los ciudadanos y los propios
cuerpos de seguridad se acostumbran a vivir con esa tensión. Pero lo más preocupante es que esos momentos de pánico colectivo,
amplificados por los medios de comunicación, hacen olvidar los problemas
cotidianos que afectan las ciudades, incluyendo su “aterradora” inseguridad
permanente o los accidentes, que en muchas causan muchos más muertos.
O la posibilidad de terremotos, huracanes o desbordamiento de ríos
cercanos, o los problemas medioambientales como la contaminación del aire o la
escasez de agua potable. O la deficiente movilidad de los ciudadanos en las
grandes ciudades, o asuntos supuestamente sin tanta importancia como el ruido
ajeno o el bloqueo de los garajes o los carros estacionados en los andenes, ni
estos claro está. O el aterrador robo del aporte de los contribuyentes al
erario por políticos corruptos. Para no hablar del horror de buena parte de su
arquitectura actual o de los que dinamitan su patrimonio construido y con él la
memoria colectiva de los ciudadanos.
Igual que no se puede justificar ningún
acto de terrorismo pues da muerte violenta a personas que en su gran mayoría
nada tienen que ver con sus supuestas causas, tampoco hay que aceptar ninguno
de los problemas urbanos cotidianos mencionados que no dejan vivir bien. Con
los primeros los gobiernos aumentan sus medidas represivas sobre algunos grupos
sospechosos, nutriendo así su fundamentalismo, y con los segundos igual dan
palos de ciego o los ignoran. Unos y otros hay que afrontarlos centrándose en
su análisis, mas no evadiendo lo anecdótico sino poniéndolo en su lugar, pues
ayuda a encontrar la esquiva verdad de la historia y proceder a decidirla y no
a sufrirla.
Como que el califa Umar ibn al-Jattab, Príncipe de los creyentes, alegaba
que si en la Biblioteca de Alejandría sus escritos estaban conformes con el Corán, eran inútiles, y si no, no
deberían tolerarse. Mas según algunos escritores latinos apenas
resultó afectada en el incendio provocado por las tropas de Julio César y
probablemente ya había desaparecido en el momento de la dominación árabe,
aunque algunos comentan que el califa sí
ordenó la destrucción de millares de manuscritos. Pero tal vez la destrucción
del edificio fue en 273
cuando Aureliano
tomó y saqueó la ciudad, o cuando Diocleciano
hizo lo propio en 297, y en 2015 lo que sí amenaza a las ciudades,
y a todos los creyentes, es el cambio climático.
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