La sobrepoblación del planeta: más de mil millones
cada década, cien cada año, diez cada mes, uno cada pocos días, ha significado
el crecimiento de todas las ciudades existentes en el mundo mas no nuevas
ciudades, como es el caso de Brasilia, pero sí
la peligrosa destrucción de la naturaleza. Ante la imposibilidad de permanecer
bucólicamente en el campo, desde hace una década más del 50% de los seres
humanos ya viven en ciudades y pueblos, y cada vez más, y hoy casi el 80% de los
colombianos y en el valle del río Cauca casi todos.
En muy poco tiempo Colombia se volvió un país
urbano, pero generando por eso mismo –por lo muy rápido del proceso- violencia ciudadana
e intrafamiliar, delincuencia común y finalmente comportamientos mafiosos
propiciados por el narcotráfico. A lo que se suma la ausencia de urbanidad, el ruido
ajeno y la falta de respeto por el derecho de los otros. Pero también la destrucción
de las tradiciones sociales, urbano arquitectónicas y culturales, y un falso
progreso y modernidad confundidos con el crecimiento económico y las modas ya
pasadas de moda.
Pero la urbanización del país también ha significado
más posibilidades para muchas más personas. Más y mejor información, y sobre todo
más diversa y más amplia. Más medios para adquirir conocimientos, escolares y
universitarios, tanto como espontáneos y ciudadanos al permitir que las
personas colaboren entre sí como lo plantea el economista Edward Glaeser (El triunfo de las ciudades, 2011). Y muchas
más libertades individuales, familiares, sociales y culturales, como la
posibilidad de una democracia real en el futuro gracias todo lo anterior.
Por eso el triunfo Peñalosa en Bogotá, junto con
la alta votación por Pardo, no es tanto contra del terco, corrupto y largo
fracaso de la “izquierda” si no contra los oportunistas que creen que las
ciudades se pueden orientar sin saber nada acerca de ellas. Sin conocimientos
en lo urbano arquitectónico, como estudios, seminarios y lecturas; sin
experiencias pertinentes en tanto vivencias, viajes de estudio y eventos
gremiales; y sin experticia en lo urbano arquitectónico como la proporcionan
cargos, encargos y relaciones profesionales acertadas.
Y por otro lado, lo comprueban todos los
indicadores, la realidad es que la mejor calidad de vida urbana esta en las
ciudades intermedias como Palmira por ejemplo. La existencia cotidiana es más
segura, funcional, económica y confortable. Aunque menos emocionante, y de ahí
la conveniencia de estar cerca de una gran ciudad. Pero para desgracia de
Palmira Cali ya no es la de la Sinfónica, La Tertulia y el TEC de antes, pero
aun así es mejor vividero que esos absurdos edificios de apartamentos y casitas
igualitas en fila que pululan semi desocupados en el sur de esta larga ciudad
hasta más allá de Jamundí.
Exceptuando un par de barrios semejantes a San
Antonio que comparten muchas cosas con las ciudades intermedias. Como esos espacios
creados por el hombre donde se dan actividades puramente urbanas, tales como
comprar en la tienda de la esquina, cenar en los restaurantes del vecindario,
recrearse en los pequeños parques de barrio y caminar por las calles. En ellas
el artefacto urbano (edificios y espacio público) y los ciudadanos se
influencian mutuamente. Urbanismo y arquitectura se vuelven así las dos caras
de la misma ciudad y sus ciudadanos.
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