Como dijo Jane Jacobs, teórica del urbanismo y activista política
canadiense radicada en Estados Unidos,
en su crucial libro de hace más de medio siglo (Muerte y vida de las grandes ciudades, 1961) “el camino que conduce al centro del aparentemente misterioso y
perverso comportamiento de las ciudades es uno solo: observar atentamente, con
las menos pre-expectativas posibles, las
escenas más ordinarias, los acontecimientos más corrientes, e intentar
averiguar después lo que significan y si entre ellos discurre algún vínculo
que les de coherencia.”
En
Colombia la geografía determinó que las ciudades más grandes estén en los
valles interandinos, más sanos. Su rápido crecimiento actual ha permitido que
la propiedad privada y el negocio inmobiliario lleven al mal uso del suelo y la
crisis de su transporte y espacio público. Habría que proyectar sus
nuevos edificios para que las completen, y no extenderlas más controlando su falsa obsolescencia
promovida por una publicidad engañosa, pues sus formas arquitectónicas
pueden evolucionar para nuevas funciones con técnicas constructivas que sí han
progresado mucho.
Las ciudades no son sólo reflejo de cambios sociales y económicos,
pero aquí sigue interesando más lo que pasa en
ellas que el artefacto mismo. Su pasado está presente y es ejemplo para
el futuro. Escenario de
la cultura y la democracia, son un palimpsesto en el que se lee su historia,
son la obra más compleja del hombre y concentran su poderío. Producto de sus
actividades básicas generan otras, mas poco cambiaron hasta el siglo XX y ahora
deben conjugar lo moderno con lo pre moderno; es decir, la verdadera
posmodernidad.
Los
españoles impusieron en sus colonias manzanas ortogonales y patios pero las
nuevas repúblicas volvieron sus plazas parques, y después los carros, puentes, ampliaciones viales y autopistas las invadieron. Las fachadas se alteraron, no se ampliaron
los andenes y se dejaron amorfas “zonas verdes”, y ahora se “modelan” edificios arbitrarios en su forma y materialidad, falsamente complejos o “verdes”, que
ya no celebran ni glorifican nada, como
pedía Ludwig
Wittgenstein (Félix de Azúa: Diccionario de las artes, 2002), y que se “colocan”
ignorando lo pre existente.
Mas
lo verdaderamente nuevo sería retomar los viejos aciertos, para que las ciudades sean otra vez contextuales, sostenibles y peatonales, según su
geografía y tradiciones, pero sin excesos ni pretendiendo ser
originales. Ya muy cuestionada la globalización
de su “modernización” universal, los nuevos arquitectos podrían ayudar a la equidad urbana, pero muchos de
sus profesores no practican lo que enseñan y los que practican no teorizan, o no enseñan como sí lo hacían
antes, y los pocos maestros que había han muerto.
La arquitectura, hay que recordarlo, es proyectar espacios para la vida según diferentes
geografías e historias, que generan volúmenes que conforman ciudades, lo
que pasaron por alto las “estrellas” internacionales preocupados apenas por el
espectáculo del que habla Mario Vargas Llosa (La civilización del espectáculo, 2012). Relacionada con el arte, el poder y el gusto, ahora
debe ser más ética para no dañar más las ciudades y el planeta. Y en el trópico
debe ser diferente a la de lugares con estaciones y no una penúltima moda más
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