La enorme acumulación de capital de los grandes imperios
coloniales europeos, en América, África y Asia necesitaba nuevos productos y la
ciudad fue uno de ellos, requiriendo del derecho a la propiedad urbana, creado
por la burguesía liberal a inicios del siglo XIX, y que generó el urbanismo (Manuel
Herce, El negocio del territorio, 2013).
Es decir, las reglas y planes para su más útil delimitación, diferenciando la
calle, pública, del edificio, privado, necesaria para convertir las ciudades en
un producto mercantil, cuyo valor de
cambio es base primordial del capitalismo desde el siglo XX.
Y la invención sucesiva de infraestructuras de servicios
y transporte permitió extender este producto cada vez más lejos de los centros
de las ciudades, creando nuevos intereses comerciales sobre el suelo agrícola
al poder cambiar su uso al de suelo urbanizable, multiplicando su valor, aun en
los casos en que no fuera lo recomendable para las ciudades. Todo esto apoyado
en el dogma generalizado de que el acceso universal a los nuevos servicios
lleva a la democratización de la sociedad, hoy ya irreversible por el halo de
conquista social y de necesidad doméstica adquirido.
Además, el mito de la modernidad, junto con otros
análogos, llevó al “maridaje” del poder y el capital y a permutar los “ciudadanos
[en] consumidores” en frase de Olivierd Coutard (Herce, p. 48). Así, en menos
de dos siglos, se conformó un nuevo modo de vida totalmente opuesto al
anterior, y la urbanización de la sociedad llevó, en palabras de Éduard
Laboulaye, a una “lucha para obtener la propiedad por el poder o el poder por
la propiedad” (Herce, p. 38), justificada como fruto del trabajo, la libertad y
la autonomía económica y sabe dios que más.
De otra parte, la sobrepoblación (1.000 millones en1800 a
7.000 en 2016) no fue acompañada de la construcción de vivienda, y mientras las
tradicionales clases trabajadoras permanecieron en tugurios en los centros
históricos, las nuevas invadieron las periferias. Después, el negocio de la
financiación de las viviendas redujo sus áreas con el gancho de pasar de
“proletario a propietario” (Herce, p. 51). Dualidad esta, de la propiedad
privada del suelo con el derecho de todos a la vivienda, que tendría graves
secuelas sociales y urbanas e incluso urbanísticas.
Aunque las calles han existido casi desde el inicio de
las ciudades, y su uso hasta hace poco no era sólo para la circulación de
gentes y ganados sino también para comerciar y trabajar, la distinción entre
espacio público y espacio privado también que es reciente. Y con el desarrollo
de la construcción en el siglo XX aparecieron voladizos invadiendo su espacio
aéreo, y edificios altos tapando visuales, brisas y el Sol. La artesanía de la
construcción tradicional se olvidó y la arquitectura para los nuevos burgueses
dejo de ser arte, y por tanto la ciudad igualmente.
Calles y plazas siempre fueron el espacio de todos, pero
especialmente “del pobre” (Herce, p. 61) y están en el ideario colectivo de los
ciudadanos como el lugar de las manifestaciones populares por el derecho a la
ciudad. Pero sobre todo hay que destacar su papel de encuentro cotidiano y
cohesión social, por lo que su tamaño, diseño, calidad, belleza y defensa son
símbolos de una ciudad democrática y participativa, lo que es más difícil en
las más grandes, donde solo se puede lograr por barrios o sectores: “ciudades
dentro de la ciudad”.
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