Debería ser preocupante para todos
los nefastos resultados de la mala arquitectura en las ciudades en las que
vivimos, debido al divorcio actual entre el arte y la técnica de este
antiquísimo oficio. Es contradictorio que exista mucho interés sobre cómo se
manejan las ciudades, si es que no es mera politiquería y corrupción, y tan
poco sobre cómo se construyen y menos aún cómo se proyectan sus edificios y
espacios públicos.
Igual que
no advierten como se está acabando con los páramos y fuentes de agua, no ven
como se están desfigurando las ciudades: sólo miran sus problemas inmediatos,
como la seguridad y el transporte público, a los que los políticos si les
dedican tiempo, aunque casi nunca a tiempo, como pasa en Bogotá con la
terquedad de Peñalosa contra del metro, con Cali unas de las pocas ciudades de
ese tamaño que no lo tienen.
Es
necesario que todos los ciudadanos entiendan que una ciudad es también el
artefacto urbano que conforman sus edificios y que estos son arquitectura, por
lo que en consecuencia su pertinencia y calidad es fundamental para mejorar la
calidad de la vida en ellas. Además del comportamiento social, la educación y
la recreación, y desde luego la seguridad y movilidad en ellas.
Principiando
por la experiencia cotidiana al recorrer caminando placenteramente por sus
calles y poderlas cruzar con seguridad por sus esquinas, lo que no entienden
los que abogan por más velocidad en las vías y la eliminación de los pasos
pompeyanos. Al parecer no los toca el que la mayoría de los muertos en
accidentes de tránsito sean peatones que no tienen por donde caminar ni como
cruzar las calles con seguridad.
Igualmente
es necesario que los ciudadanos se den cuenta de que la repetición de la buena
construcción genera bellas calles, como en Cartagena, pero que la de la
arquitectura lleva a calles feas, como en Cali. Y peor aun cuando se trata de
mala arquitectura, como la que suelen hacer aquí los constructores de vivienda,
que no les cabe que los buenos diseños llevan a mejores negocios, no la
repetición de uno mediocre.
El
crecimiento y extensión de la ciudad, como la altura y aislamientos de los edificios,
el ambitus romano que recuerda Manuel Herce
(El negocio del territorio, 2013), deberían ser de
incumbencia de los ciudadanos y su arquitectura un asunto político: que tanto,
donde y como debe crecer la ciudad, y como resolver su transporte público,
racionalizar el consumo de agua y energía, y reciclar las basuras, lo que es
también un problema de los edificios y por lo tanto de su arquitectura.
Pero las
iniciativas gubernamentales al respecto de la vivienda, pues poco lo son sobre
las ciudades, son puramente demagógicas y lamentablemente mediocres. Es como si
a los políticos no les incumbiera la arquitectura ni a los arquitectos la
política, y como si a los ciudadanos no les interesara ni la una ni la otra;
sólo el futbol, que no los deportes, los reinados, la farándula, la moda y la
pelea entre Santos y Uribe.
Muchos de
los que ahora viven en las grandes ciudades apenas comienzan a enterarse de que
la mejor calidad de vida está en las intermedias, seguidas de los pueblos. En
ellos la arquitectura, como la política, está más cerca de la gente todos los
días en las calles, plazas, parques y mercados, y que en muchos su arquitectura
es aun de patios, corredores, recintos y techumbres, y encalada, una tradición sostenible y contextual que se
debería reinterpretar en vez de copiar la que traen las revistas.
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