En general la gente de
Cali y sus políticos en particular evitan hablar de belleza como si les diera
vergüenza en medio de tanta inseguridad, violencia y pobreza. Pero pasan por alto
que justamente se trata de nuestra generalizada pobreza, pero de espíritu.
Prefieren hablar de estética, si se ven compelidos a ello, y reducen lo bello a
lo simplemente bonito. Piensan, los unos, que hablar de belleza no es
políticamente correcto, y, los otros, que es algo superficial, un lujo para
ricos, los que aquí sí que se han vuelto de mal gusto.
Las ciudades, decía Aristóteles,
satisfacen las necesidades de
unos ciudadanos pero su finalidad es que vivan bien; y eso en la
Grecia clásica, justo cuando el
poder de las polis y las manifestaciones culturales que se
desarrollaron en ellas alcanzaron su apogeo, quería decir
belleza y significado; al fin y al cabo, filosofía quiere decir amor a la sabiduría.
La belleza generalmente se ha
asociado con el bien y, de la misma manera, la fealdad, por lo
contrario, se ha relacionado a menudo con el mal. Lo bello es limpio lo feo sucio: como Cali.
Belleza
(Del latín bellus) es esa propiedad
de las cosas que hace amarlas infundiendo en el hombre deleite espiritual. Existe
en la naturaleza y en las obras literarias y artísticas. Su historia podría remontarse a la propia existencia de la humanidad
como una de sus cualidades mentales. La escuela pitagórica, por ejemplo, vio
una importante conexión entre las matemáticas y la belleza, y notaron que los objetos que
poseen simetría, como el cuerpo de los animales, incluyendo
al hombre, son más llamativos, y la arquitectura
griega clásica está
basada en esta imagen de simetría y proporción.
En
las ciudades su belleza estriba en la conjunción de montaña, arquitectura y
mar, como Rio de Janeiro, Cidade Maravilhosa, o Estambul, Porto, Tánger, Cartagena o San Francisco, o además con una rambla como Barcelona, porque
a Manaos le basta con el Amazonas. O con agua y arquitectura por todos lados
como Venecia, Ámsterdam y Brujas. O con montes y arquitectura como Edimburgo,
Potsdam o Quito. O sólo mucha arquitectura, simétrica y proporcionada, y un
gran río, como Paris o Lisboa, o uno pequeño como Cambridge. Y Granada tiene
montes y con la Alhambra para que más.
Mientras
la belleza disuade la violencia, la feúra la estimula y hace que la pobreza lo
sea aún más. Leon Battista
Alberti decía con
razón que “nada protege tanto a una obra de la violencia de los hombres como la
nobleza y la gracia de sus formas” (De re aedificatoria,
1450) y ahora ya se sabe lo de “Las Ventanas Rotas” (Wilson y Kelling, 1982). ¿Cuándo entenderán los políticos,
ciudadanos y arquitectos caleños que la belleza y no el espectáculo de sus
edificios y obras públicas es lo que se debería buscar?
Decía
Edgar Allan Poe que “el placer a la vez más intenso, más elevado y más puro no
se encuentra más que en la contemplación de lo bello” (The
Philosophy of Composition, 1846) y
afirma que cuando los hombres
hablan de belleza no entienden precisamente una cualidad, como se supone, sino
una impresión: tienen presente la violenta y pura elevación del alma -no del
intelecto ni del corazón- que resulta de la contemplación de lo que es muy
bello. Lo bello, agrega Poe, es el único ámbito legítimo de la poesía. Y de las
ciudades.
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