Desde luego en una
verdadera ciudad es fundamental estimular los eventos culturales
colectivos tradicionales o, si es
necesario, crear nuevos, que agrupen a los ciudadanos identificándolos con la
suya por encima de sus diferencias, y que los familiaricen con sus distintos
sectores, barrios y calles, uniendo a sus vecinos alrededor de un evento común
mejorando la calidad de vida de todos. Y logrando su identidad con su lugar en
la ciudad, la que es indispensable para la seguridad, confort y placer al circular
por sus calles, pues no hay mejor vigilancia que la que de tener vecinos
conocidos, y no entrometidos como suele pasar cuando ni siquiera se saludan.
El
problema en Cali, una ciudad tan nueva (casi tres millones de habitantes en
apenas un siglo), es que casi todos son también nuevos con las molestias que
inevitablemente se ocasionan, sobre todo ahora que todo lo hemos convertido en
negocio. Lo único que queda de antes son las macetas, pues de las demás
tradiciones de la pequeña villa que fue Santiago de Cali hasta finales del
siglo XIX no quedó si no su historia, desconocida por lo demás. Por ejemplo la
de los “matachines” que “capitaneaban” los “encierros” de toros: tres palabras
que ya no significan nada para la gran mayoría de los que hoy habitan está
poblada ciudad ya sin tradiciones propias.
Las
corridas de toros, que en el mes de diciembre eran parte importante de la Feria
de Cali de hace medio siglo, son ahora
una tradición de cada vez menos caleños, y los globos se terminó prohibiéndolos
pues generaban incendios, igualmente la pólvora, debido a su abuso, lo mismo
que pasó con la cabalgata. En consecuencia las navidades ya no son en esta
ciudad una tradición colectiva, y los “festivales” periódicos de cualquier
cosa, buenos o malos, no nos pertenecen, si no que en general son un arrume de
estridencias. Una violencia de la expresión de una acción
que, por exagerada o violenta, produce una sensación molestamente llamativa.
Y
son estridentes pues no cuentan con espacios públicos adecuados para ellos, y en consecuencia se toman los parques, como
en El Peñón semanalmente, o las calles de un barrio, como pasa en San Antonio
cada año, perturbando la vida cotidiana de los vecinos todo un día y parte de
la noche, pues aquí lo que lamentablemente se ha vuelto una tradición es
exagerar todo, o molestando con su ruido y desorden a varios barrios enteros
como sucede cada vez que se hace un espectáculo en el Estadio, cuando además se
congestiona el tránsito de media ciudad, y cuyos partidos de futbol son origen
de permanente vandalismo precisamente por su localización.
En
conclusión, Cali, pero también Palmira, necesitan un espacio apropiado para sus
nuevos eventos multitudinarios, el que debería estar a medio camino entre las
dos ciudades, cerca al aeropuerto, a
donde debería llegar el Mio, y que por supuesto podría ser el abandonado
estadio del Deportivo Cali, que debería adquirir la Gobernación del Valle del
Cauca con tal propósito, pues beneficiaria a medio Departamento. Es lo que se
debería haber hecho con el Pascual Guerrero cuya re adecuación ha sido un
costoso error en todos los sentidos, y cuya mala vejez ya se puede adivinar,
sobre todo en su carpa que ya no es blanca sino gris como su futuro.
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