Las formas de las nuevas construcciones de una ciudad no
lo deben ser a costa de su imagen tradicional. Por lo contrario, se deben sumar,
enriqueciéndolo, a su patrimonio construido, nutriendo la memoria colectiva, lo
que fortalece la identidad de los ciudadanos con ella al permitirles compartir
recuerdos, independientemente de sus diferentes procedencias, generaciones y
estatus socio económico. Hay que actualizar las ciudades, por supuesto, pero
sin tratar de suplantarlas, lo que además es imposible pues habría que demoler
todo, por lo que el resultado cuando se trata ingenuamente de ser novedoso es
el caos urbano. Como el que vivimos en Cali cada vez más. Otra cosa es que no
queramos o no sepamos verlo o no nos importen sus consecuencias sociales.
Incluyendo la seguridad que tanto nos preocupa.
Además, en
lo construido se ha invertido dinero, trabajo, materiales, agua y energía, que
hay que reaprovechar para beneficio de todos, en lugar de volverlo escombros,
desperdicios, basuras y contaminación, para beneficio sólo de los especuladores
del suelo urbano y los promotores del negocio inmobiliario. Las ciudades se
construyen, no se destruyen, como viene pasando ya va para un siglo en Cali.
Solo se debería permitir la demolición
de lo ya construido en los pocos casos en que sea totalmente necesario y
comprobado, y socializado previamente con la comunidad, con suficiente tiempo e
información (la de las “megaobras” fue francamente vergonzosa), y finalmente
aceptado por la ciudadanía mediante un plebiscito escalonado, primero a nivel
de barrio, después de comuna y finamente en toda la ciudad.
Una ciudad
no puede ser objeto de la obsolescencia programada de sus construcciones, las que
casi siempre se pueden actualizar, ni mucho menos de la desaparición de sus edificios
representativos, como increíblemente pasa en Cali, que por lo demás nunca tuvo
grandes monumentos. Aquí demolimos todo el conjunto de San Agustín, el Palacio
de San Francisco, el Hotel Alférez Real, el Cuartel de Batallón Pichincha, y el
viejo Club Colombia, para nombrar apenas los más prominentes. Es más, en el
caso del Palacio de San Francisco y del Cuartel, estos edificios hubieran
perfectamente podido permanecer junto a las nuevas construcciones, dándoles
pertenecía y belleza. Pero lo que se pretendía era “modernizar” la ciudad
desapareciendo lo “viejo” y no solamente construyendo lo “nuevo”, lo que en
varios casos n siquiera se hizo.
Por
eso es muy significativo para Cali que, al parecer, se va a salvar el Colegio
de la Sagrada Familia en el barrio El Peñón, abandonado hace años, pese a que,
lamentablemente, la remodelación propuesta no es tan correcta como era de
esperar ni tan novedosa como pretenden, apenas es pretenciosa. Pero
desafortunadamente no existe ningún proyecto para el Colegio de Santa Librada,
lo que es muy preocupante por la importancia creciente que su espacio verde
está cobrando en la ciudad sin que nadie se dé por enterado. Por lo contrario,
renovar el Estadio Pascual Guerrero fue un error, aparte de que se quedó sin
terminar, pues su presencia en ese sitio de la ciudad compromete la
tranquilidad de los barrios vecinos. Se tendría que haber reciclado para otros
usos, conservando, eso sí, su imagen tradicional.
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