Después de la bella e imponente Iglesia Nueva de San Francisco,
del arquitecto payanés Don Andrés Marcelino Pérez de Arroyo y Valencia,
terminada por Fray Pedro de Herrera y Riascos pasadas la guerras de la Independencia,
en 1828, Cali tendría que esperar, sumida en el sopor de una larga patria boba,
un siglo entero para que pasara algo nuevo e importante en su arquitectura. San
Francisco, aunque más grande que la Catedral existente en ese momento y pese a
estar en la esquina pero en el borde de la manzana y con su plazoleta al otro
lado de la calle, y de arquitectura ya con influencias manieristas (Santiago
Sebastián, Arquitectura colonial en
Popayán y Valle del Cauca, 1965), era sólo una evolución de lo anterior y
en el extremo de la ciudad de esa época. Un producto ya tardío del nuevo auge
de las colonias de ultramar después de las reformas borbónicas del Imperio
Español en el siglo XVIII. Por lo contrario, el Teatro Municipal, inaugurado en
1927, fue el primer edificio-símbolo con el que se intentó deliberadamente
cambiar la imagen colonial de la ciudad.
El Teatro Municipal se debió a la vergüenza del “Chato” Manuel
María Buenaventura, quien al recibir la negativa de venir a la ciudad -por
razones de "seguridad e higiene"- de una compañía de ópera que pasaba
por Panamá, impulsó decididamente la idea de que Cali necesitaba un teatro
decente. Después de diez años de construcción se inauguró a tiempo (con ópera
desde luego) para conectarlo al alcantarillado, el acueducto y la energía,
nuevos servicios de la nueva capital del nuevo Departamento del Valle del
Cauca, que al fin había logrado, con el Ferrocarril del Pacífico, la salida al
mar y, con el Canal de Panamá, el comercio con el mundo. Se trata de un edificio
moderno en su construcción aun cuando
sus formas historicistas, que recuerdan la Opera de París, han engañado a
propios y extraños, que quisieran ver en él un edificio
"republicano". Como casi todos los demás edificios de esta época en
Cali, no tuvo arquitecto sino ingenieros: los “doctores” Rafael Borrero Vergara
y Francisco Ospina B., jóvenes que se iniciaban en el ramo de las edificaciones
a su regreso al país.
Con los Juegos Panamericanos de 1971 se consiguió desfigurarle la
cara a la ciudad al punto de volverla irreconocible. Al fin y al cabo Cali
logró ser la capital de la cirugía plástica y la última operación que se le ha
hecho es por supuesto el MIO, dizque para cambiarle la “cara” a la ciudad. Por
eso sus estaciones no son discretas como en las ciudades decentes en las que
solo son un poste en sus amplios andenes, si no altas y llamativas y en la
mitad de las avenidas. Además, y por ejemplo, no tuvieron en cuenta para nada
la existencia del Parque Panamericano, pese a ser un Monumento Nacional, y
desde sus nuevos y exclusivos carriles
en la Calle Quinta se mira lo feo que quedó al descubierto con la desaparición
paulatina de la última de las cinco bellas y largas alamedas que tuvo Cali.
Para no insistir en el adefesio de la 13. Teníamos un paraíso verde pero con la
idiotez de cambiarle la cara a la ciudad solo nos van quedando muchas prótesis
de acero brillante, vidrio innecesario y cemento insulso que, como además son
muy vulnerables, se vuelven poco a poco
apenas una mueca.
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