Sin duda lo que queda en nuestras ciudades del urbanismo y la
arquitectura que se hizo en ellas desde su fundación hasta inicios del siglo XX
es lo mejor. No solamente como espacio urbano publico si no como soluciones
sostenibles para los edificios, especialmente en tierras templadas y calientes.
Como en la Villa de Leyva, por ejemplo, que cuenta en las pocas grandes
manzanas de su casco viejo con dos plazas y dos parques, antes también plazas,
o Cartagena, en donde sus estrechas
calles a las que se asoman balcones que no sólo le dan frescura sino su
incuestionable belleza, o como Mompox con su sugestiva Calle del Medio que serpentea
paralela al río. Pero también la regularidad del trazado de los cascos viejos
de Santa Marta o Popayán, para mencionar las ciudades grandes. O la gracia de
Barichara, Santafé de Antioquia, Girón y tantas otras poblaciones menores. Y la
frescura y funcionalidad de cualquier casa de hacienda vallecaucana o la
calidad ambiental de cualquier claustro en el país, que han servido a través de
los años apropiadamente para muchos usos diversos, por lo que son el mejor
ejemplo de sostenibilidad.
Además, lo mejor de lo moderno
lo es principalmente porque mantiene antiquísimas tradiciones urbanas, que son
tan propias de la especie humana como la lengua. Es el caso, por ejemplo, del
Centro Internacional de Bogotá. Se trata de invariables como la variedad
discreta dentro de una homogeneidad general; o los paramentos y alturas
uniformes, solamente contrastados por unos pocos edificios representativos; o los
colores y tonos concordantes; o el predominio del lleno sobre el vacío; o la preponderancia
de los peatones sobre los carros; o la diversidad de funciones pero organizada;
o la clara separación de lo privado de lo público; y muchas otras. Pero no lo consideramos así por el prurito de ser modernos sin
saber muy bien de que se trata ser modernos. Caemos en lo supuestamente
novedoso e ignoramos que precisamente hoy lo más moderno es terminar de hacer
ciudades, que siempre son viejas, y no apenas edificios que casi nunca son tan
“novedosos” como pretenden sus arquitectos.
Como dice el economista chileno Manfred Max-Neef, "actuamos
sistemáticamente en contra de las evidencias que tenemos" (Amy Goodman, Democracy Now, 2011). Y lo que dice de
los economistas y la economía se puede aplicar tal cual a los arquitectos:
“Primero que nada, necesitamos de nuevo economistas cultos, que sepan historia,
de dónde vienen, cómo se originaron las ideas, quién hizo qué y así
sucesivamente. Lo segundo, una economía que entienda que es subsistema de un
sistema finito más grande: la biosfera, y como consecuencia la imposibilidad de
tener un crecimiento económico infinito. En tercer lugar, un sistema que tenga
claro que no puede funcionar sin tomar en serio los ecosistemas. Pero los
economistas no saben nada de ecosistemas, no saben nada de termodinámica, nada
de biodiversidad, son totalmente ignorantes respecto a estos temas.” Y por
supuesto esta confidencia da mucho en que pensar, principiando desde luego con
la íntima relación que tienen las ciudades, y por ende la arquitectura, con la
economía. Y de ahí con el patrimonio.
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